RITUALES

Tengo la costumbre de quedar con un amigo a tomar café la tarde de Nochebuena. Es algo que empezó por casualidad, pero cuando nos dimos cuenta de que la circunstancia se repetía, nos divirtió la idea de convertirlo en un ritual. Ni este amigo del que hablo ni yo somos personas especialmente navideñas. Nos divierte por ello nadar un poco contra corriente, apurar hasta el final la hora admisible, esa frontera que marca el momento en que la gente al uso corre para llegar a sus reuniones familiares; esa línea sutil que divide, en definitiva, a los integrados de los que no tienen adónde ir.

Como en todos los rituales, hay elementos que se repiten. El primero, los locales en los que habitualmente nos encontramos mi amigo y yo y que esa tarde no abren (tengo mala memoria para semejantes detalles y nunca recuerdo cuáles son. Es inevitable por tanto que me dé de bruces con algún cierre bajado que frustra mis expectativas. Pero eso también tiene su encanto: es parte del ritual). La deriva de café cerrado en café cerrado, en un ambiente que se hace más frío a medida que se acerca la noche. Este itinerario diletante que, supongo, se parece mucho al de años anteriores, aunque lo hemos olvidado, presta a la escena un aire de precariedad que, si fuéramos personas religiosas, tal vez nos remitiera al recuerdo de una remota e insigne familia en busca de acomodo. Finalmente, una luz y un local abierto: pertenece a una de esas cadenas que parecen estar de guardia para acoger a despistados y solitarios. Los camareros se esmeran en ser amables pero se les nota molestos, apresurados. Qué desventurado reparto de días laborables les habrá llevado a trabajar precisamente esa tarde. A esas alturas, por cierto, la oscuridad se ha adueñado del exterior. Abandonamos la idea de los cafés y procedemos con las cervezas.

Las horas previas a Nochebuena, la ciudad está poblada de grupos humanos unidos por un nexo que me intriga. Las curiosas alianzas que en otra fecha me pasarían inadvertidas cobran ese día una dimensión especial. La narradora que hay en mi interior apresta sus antenas. En una mesa cercana, dos mujeres comen a medias un dulce de enormes dimensiones, mientras la mayor de ellas parece aleccionar a la otra sobre lo que debe hacer con el nuevo año que se aproxima. Por más que las miro, no consigo averiguar la relación que las une: hay algo protector en la actitud de la de más edad, pero también una rabia contenida, como de amante que no está invitada a cenar esa noche con su joven acompañante. El postre que comparten me parece también lo bastante grande como para invalidar cualquier tentativa de cena en las horas posteriores. Algo similar sucede con un grupo de hombretones que comen a dos carrillos en otra mesa cercana. Son grandes, ruidosos, y tragan con verdadera hambre. ¿Compañeros de trabajo que se disponen a pasar una noche de guardia? ¿Sanitarios, bomberos, personal de seguridad?

A mi amigo y a mí nos entra mucha prisa por contarnos cómo van nuestras respectivas vidas, porque hace tiempo que no nos vemos y sabemos que en breve el mecanismo de las Navidades nos va a engullir a cada uno por separado. Los minutos que se deslizan hacia la Nochebuena están muy cotizados. Apuramos hasta el final el tiempo para estar juntos, que siempre se nos queda corto, pero que tiene una calidad especial, yo diría que superior al de nuestros encuentros del resto del año. Cuando ya es evidente que la situación no se puede estirar más, lo llevo en coche a su casa. Este paseo y el posterior hasta la mía me brindan una colección de imágenes inesperadas. Los viandantes avanzan por las aceras con gesto descolocado. Vehículos aparcados de cualquier manera ocupan las instalaciones de una gasolinera cerrada. Sus conductores y ocupantes permanecen sentados dentro, a la espera, ignoro de qué. Una joven que se apoya en una muleta camina con dificultad, arrastrando tras sí una maleta. Consigue parar un taxi que parece engullírsela y desaparece veloz. Será mi imaginación de narradora que se desboca, pero me parece que todo el mundo, incluida yo, hemos adquirido de pronto un aire triste, de náufrago a la deriva, de persona impar. 

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