VIVIR CON LA BOCA ABIERTA

Hará cosa de un mes oí comentar a varias personas por la radio cómo influía el uso de la mascarilla en su devenir diario. Aparte de las consabidas molestias de sensación de asfixia y gafas empañadas, me llamó la atención lo que algunas contaron sobre los cambios que semejante adminículo introducía en el simple hecho de ir por la calle. Una se confesaba libre para charlar animadamente con sus perros, sin miedo a recibir miradas de recelo o de burla. Otra se había acostumbrado a caminar hablando consigo misma; otra iba cantando mientras paseaba. El simple trozo de tejido que es el signo de los tiempos en este comienzo de década era para ellas un curioso medio de liberación. Me planteé entonces cuál es el secreto que escondo tras mi mascarilla en mi vida peatonal. No tengo perro, no canto, para hablar conmigo misma me sobra con el pensamiento. Lo que esconde mi mascarilla es que voy perpetuamente con la boca abierta.

Respiro mal desde niña. He pasado por sucesivos episodios que justifican semejante dificultad: vegetaciones, amígdalas inflamadas, alergia. La consecuencia es que al acto matutino de ponerme la mascarilla siguen unos minutos de auténtica angustia. Pienso siempre ―tengo un indudable componente dramático― que la asfixia terminará conmigo en breve. El hecho de llegar indemne a la noche día tras día no resta intensidad a esa sensación que nace del fondo más atávico de mi persona. Me convierto, mañana tras mañana, en un animalito asustado que no puede respirar. La consecuencia es que, desde hace siete meses, deambulo por el mundo con la boca abierta. A veces me sorprende que los viandantes con los que me cruzo no miren desconcertados mi imagen de persona en perpetuo estado de estupefacción. Se me ocurre pensar que tras las innumerables mascarillas con las que me cruzo habrá tal vez otras tantas bocas abiertas.

Problemas respiratorios al margen, encuentro que este gesto facial con el que acompaño ―acompañamos, supongo― la salida diaria al exterior tiene mucho de simbólico. Me he convertido en una máscara, en el perfecto emblema del asombro. Qué mejor que un gesto de perenne sorpresa frente a este mundo que no reconozco: telediarios que semejan partes de guerra, con sus cifras crecientes de contagios y fallecidos; ciudades en torno a las cuales se han alzado murallas invisibles que impiden entrar o salir; París con un toque de queda de siniestras resonancias bélicas; nuestro país a la cabeza de Europa en las cifras de crecimiento de la miseria; batallas campales en el congreso; ciudadanos polarizados y en perpetuo estado de protesta; dirigentes políticos que se solazan de que las cosas pinten mal cuando la responsabilidad salpica al partido contrario; trabajadores, comerciantes, artistas, hosteleros, emprendedores temblando por el hundimiento de sus proyectos de vida y el sustento de su economía; sanitarios en pie de guerra; opiniones de gurús que salpican las redes con sus visiones encontradas, mascarilla sí, mascarilla no, medidas más duras, medidas más laxas, necesidad de cierres perimetrales, rechazo al estado de alarma en nombre de la libertad. En semejante maremágnum, es inevitable vivir con la boca abierta. Me da por pensar ahora que no es cosa de la mascarilla y que, el día que podemos prescindir de ella, descubriremos nuestro nuevo rostro de habitantes de un mundo incomprensible.

Comentarios

  1. Jo, tiene que ser muy difícil salir día a día en esas condiciones.
    ¿No te sería posible usar careta o visera médica?
    Supongo que si ellos lo usan, tienen
    que ser efectivas. Aunque suelen reforzarlas con mascarilla; en mi comunidad, por ejemplo las usan en las farmacias.

    Ojalá puedas dejar la mascarilla.

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  2. Es difícil, en efecto, pero nada grave comparado con las dificilísimas situaciones que ha creado la pandemia. Ojalá, en efecto, dejemos pronto las mascarillas. Aunque me temo que lo que permanecerá es la expresión de asombro que hay detrás de ellas.

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