ESCENAS DEL BALCÓN

De jovencita quería ser Julieta: asomarme al balcón a lanzar mis palabras de amor a la noche y que el amor mismo trepara por la pared hasta mi encuentro. Justo antes había querido ser Alicia y caer por el hueco de un árbol hasta desembocar en un mundo de locos fantásticos. También Wendy, para salir volando en camisón en pos del intrépido Peter Pan. Lo era, de hecho, en mis sueños; con frecuencia emprendía el vuelo desde el balcón de mi dormitorio. Pero llegó la adolescencia a desbaratarlo todo y empecé a darles un sentido diferente a los balcones.

Ya veinteañera, descubrí que existía una escena del balcón de signo muy distinto, cortesía del dramaturgo Edmond Rostand. En ella, Rosana ocupa el lugar de la Julieta shakesperiana y cree recibir desde lo alto el homenaje del objeto de su afecto, un joven y apuesto cadete. Pero la oscuridad reinante al pie del balcón coopera para que se produzca un engaño, porque quien en realidad le está lanzando sus encendidas ―e ingeniosas― palabras de amor es su primo Cyrano, dotado de un cerebro maravilloso pero un físico grotesco que le incapacita para suscitar amor. Rostand me enseñó así que los diálogos amorosos pueden estar sembrados de falsedades y errores, y que las enamoradas que lanzan sus hermosos sentimientos al aire de la noche, a la luna y a las sombras del jardín, no siempre reciben la correspondencia que esperan. Y también que se puede, con recalcitrante pertinacia, amar a la persona equivocada.

Muchos años después, desde hace apenas dos meses, la pandemia que nos asola me ha descubierto otros tipos de escenas del balcón. Nietos que saludan con estusiasmo a abuelos que aparecen en lo alto, enmarcados como imágenes religiosas. Compañeros de colegio que rompen a grito pelado la distancia que media entre el suelo y la barandilla. Quién les iba a decir que se verían así, a ellos, que hace nada se propinaban codazos en la promiscuidad de recreos y gimnasios, que pasaban de mano en mano bocadillos y bolsas de chucherías. Mi vecina de enfrente, una jovencita que sale puntualmente a aplaudir a nuestros sanitarios cada tarde, y entre palma y palma lanza encendidas miradas a un jovenzuelo de aspecto extranjero que aplaude a su vez desde su balcón del edificio colindante. Una anciana asomada al nivel del primer piso en una residencia cerrada a cal y canto y un joven parado junto a su bicicleta que se interesa por su salud, que indaga el momento del día en que el sol incide por ese recuadro que es ahora mismo la única conexión de la mujer con el mundo.

Diálogos, saludos, aplausos, gritos, miradas. Modernas y diurnas escenas del balcón.

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