LOS CUADROS DE DICIEMBRE (2019)

La belleza de la estación fría y la delicada sutileza del blanco y sus matices: eso es Mensaje, del pintor bielorruso Alexander Grishkevich. Sensible e imaginativo reelaborador de la realidad, este artista pasa por su personal tamiz paisajes en los cuales los árboles tienen un especial protagonismo. En este caso, la ordenación del mundo natural le lleva a la creación de una composición geométrica, en la que los troncos paralelos forman una apretada trama que está a un paso de la abstracción. La colocación de la línea del suelo a un nivel muy bajo, la preponderancia de los árboles desnudos y la presencia embellecedora de la nieve consiguen crear una escena de singular encanto. Casi camufladas entre los troncos, tres urracas ―blancas y negras, como lo es todo en este paisaje esencial― emprenden el vuelo y se intrincan en el bosque. Son el único elemento móvil y oblicuo en este mundo apacible; parecen las portadoras de ese “mensaje” del que habla el título, que no es otro que el triunfo del invierno.


No siempre me resulta fácil encontrar un cuadro para renovar esta sección, especialmente en épocas complicadas como esta de final de trimestre. Por eso agradezco tanto sugerencias como la de un amigo y lector de este blog, que me propuso hace unos días comentar aquí una obra del pintor francés Georges Seurat. Es extraña la omisión a estas alturas ―se cumplen en breve nueve años del comienzo de esta sección― de un artista de la talla del creador del puntillismo. Quizá se deba al recelo que me suscitaba su obra en mi infancia, cuando empezaba yo a acercarme al mundo de la pintura: el preciosismo de la técnica de este autor y el estatismo de sus cuadros me producían una impresión de falta de vida que me desconcertaba. La sugerencia de este amigo del que hablaba antes me ha permitido revisar la obra de Seurat desde una nueva perspectiva y encontrar, donde antes veía rigidez, encanto y misterio. Me ha costado elegir una de sus obras y he optado al final por El puente de Courveboie, uno de esos paisajes en que los tonos claros crean una misteriosa sensación de ingravidez. El artista dispone los tradicionales puntos de colores que constituyen la base de su estilo en capas sucesivas que van desde la intensidad del árbol y la hierba del primer plano hasta la indefinición del puente y las chimeneas del fondo. Es como si una serie de velos se interpusieran entre nosotros y la construcción que da título al cuadro, que se manifiesta así lejana e imprecisa, como una aparición. El río, la vegetación y los personajes apostados en la orilla están envueltos en una placidez que parece detenida para la eternidad: con su técnica estricta y minuciosa, Seurat consigue convertir lo cotidiano en mágico.

Curioseando hace un par de meses entre los finalistas del Premio BMW de Pintura 2019, me encontré con esta original obra del pintor madrileño Paco Díaz Salas, titulada Roma 2. Lo primero que llama la atención en ella es su extremado realismo: la pericia en el tratamiento de la piedra, la corporeidad que produce a primera vista la impresión de estar frente a una fotografía. Como les sucede con cierta frecuencia a los artistas dotados de esa habilidad técnica de emular sobre un lienzo el mundo real, Díaz Salas conjuga la detallada aproximación a la materia con elementos de extrañeza que producen, por contraste, desconcierto en el que contempla su obra. Nos encontramos frente a un objeto que podríamos tocar pero que claramente no existe. Esta escultura clásica carente de cabeza y manos (es decir, de todo lo que nos remite a un ser humano) se inscribe en un extraño paisaje en el que la iluminación no se corresponde con la noche ni con el día. Los pliegues de la toga, auténticos protagonistas de la composición, parecen desbordar los límites de esta extraña estatua e inundar su entorno. El ojo del espectador, tras un rato de contemplación, no sabe si está viendo mármol, tela o un peculiar paisaje lleno de estrías que se pierde hacia el horizonte. Estamos frente a un cuadro que recoge la esencia de un mundo antiguo sereno, solemne y rotundo, para inscribirlo en un ámbito ambiguo e inquietante, propio de los nuevos tiempos. Lo antiguo y lo moderno, lo eterno y lo que se nos escapa, unidos en un mismo plano, por la mirada de un artista sorprendente.


Con su Adoración de los pastores, el gran maestro Giorgione consigue lo que parecía imposible: que me guste una estampa navideña. No sé si sabré precisar las raíces del placer que me provoca la contemplación de esta obra (que es, por otra parte, el mismo que me producen todas las obras que conozco de este artista). Vayamos por partes. El primer elemento de atracción radica en el colorido, no porque haya nada extraordinario en los colores empleados, sino por la forma de combinarlos. Con increíble sabiduría, Giorgione distribuye las masas verdes y marrones, las prendas azules y rojas de los personajes, creando un conjunto que posee la armonía de una composición musical. Cuando lo contemplo, tengo la sensación de que mi mirada resbala sobre el paisaje y viene a descansar plácidamente en el grupo humano del primer término. A esto se une la suavidad de la pincelada. Mi primera intención fue utilizar la palabra “dulzura” y, aunque la expresión suene extraña, procedo a rescatarla: si hay artistas capaces de pintar con pinceladas dulces, esos son sin duda los italianos del siglo XVI, con Giorgione a la cabeza. Sosiego, placidez, encanto. Es igual que se trate de una escena religiosa o pagana; los cuadros de este artista invitan al placer de mirar. Una última precisión: buscando información sobre esta obra, descubro que algunas fuentes la atribuyen a la etapa juvenil de Tiziano. Tanto da. Otro mago de la pintura.

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