POMPAS DE JABÓN

Todos los sábados por la mañana me encuentro con el hombre de las pompas de jabón.

Está instalado en una zona ajardinada que suelo atravesar varias veces los fines de semana. Es un señor muy serio, alto, de una edad indefinida. Lleva en las manos unas varas entre las cuales están tendidas dos cuerdas: uno de esos instrumentos sencillos y de antigüedad incalculable que siguen produciendo idéntica fascinación después de infinitas generaciones. Porque esas cuerdas de distinta longitud, tras sumergirse en agua con jabón, lanzan al aire unas fabulosas burbujas brillantes, etéreas, de formas cambiantes, que sufren el ataque inmediato de los más jóvenes o acompañan durante unos segundos en su trayecto a los adultos que las miran sin tocarlas, con una sonrisa melancólica.

A mí me encanta el contraste entre la gravedad de este hombre que realiza su tarea con gesto impertérrito y el despliegue de actitudes variadas que se produce en torno a él: el pequeño que se tambalea intentando pisar sin éxito la pompa que desciende, el que se asusta cuando le estalla en la cara, la adolescente que espera algo azorada a que su novio le haga una foto rodeada de burbujas flotantes, consciente de que ya se le ha pasado un poco la edad. Familias enteras que toman por asalto el recodo del parque para inmortalizarse en medio de la lluvia jabonosa, con una alegría algo forzada. El transeúnte que aprieta el paso, las manos en los bolsillos, conteniendo tal vez al niño interior que pugna por salir.

Yo soy de las que aprieta el paso. Empleo en ese rincón del parque el tiempo justo para ver cómo dos o tres pompas asoman su cabeza apepinada por entre el dúo de cuerdas, se elevan adquiriendo su forma esférica, devuelven la luz convertida en un juego de colores. No me espero a verlas caer. Cuando el sol incide en mi espalda, la última imagen que tengo es la de mi propia sombra proyectada frente a mí, una réplica de mí misma que avanza con una esfera suspendida sobre el hombro, una especie de planeta que me acompaña.

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