LOS CUADROS DE MAYO (2013)


Bajo el sugerente título de Hacia la tierra desconocida, el pintor británico Edmund Blair Leighton (1852-1922) crea esta misteriosa escena que subyuga a primera vista al espectador, aunque éste tarde en captar su sentido completo. El delicado cromatismo, la virtuosa captación del agua, las elegantes actitudes de los personajes, la niebla que los envuelve, anulando cualquier referencia espacial, hacen de este lienzo un hermoso y evocador objeto de contemplación. La sobrecogedora silueta oscura de la mujer que llora en la orilla es una señal que nos obliga a indagar sobre el sentido de lo que está pasando: descubrimos así que el bello personaje alado sostiene entre sus brazos un bebé, el hijo, sin duda, de la mujer arrodillada en primer término. El río cuyas aguas se dispone a surcar la barca conducida por el enigmático encapuchado se nos revela así como el tránsito del pequeño hacia el más allá; el llanto del personaje femenino, el duelo por el hijo muerto. Leighton conjuga antiguas simbologías de ultratumba con una iconografía propia de su época, y crea una escena conmovedora, cuya emoción todo el mundo puede compartir. Lo antiguo, lo nuevo y lo de siempre, pasados por el tamiz de un artista de refinamiento extraordinario.


Me gustan especialmente las obras que rompen con la imagen habitual que tenemos de un artista. Antes de convertirse en el creador del estilo geométrico y no figurativo que fue su sello más personal, el pintor holandés Piet Mondrian (1872-1944) realizó paisajes como este titulado Granja cerca de Duivendrech. Lejos aún de los colores brillantes y primarios de sus composiciones más célebres, Mondrian crea una imagen de intenso poder evocador gracias a los tonos delicados e imprecisos de su paleta. Todos los elementos contribuyen a producir en el espectador un sentimiento de suave melancolía: la luz que declina, los árboles desnudos que envuelven la casa como un celaje, las aves que sobrevuelan la escena, el cielo poblado de los mil matices del ocaso. Pero una observación más atenta nos revela ya al pintor intelectual que en breve ordenará su mundo en formas geométricas. El artista somete al paisaje a una rigurosa simetría: una corriente de agua divide el cuadro en dos mitades, la real y la reflejada, idénticas e invertidas. En este juego de espejos, las formas se simplifican, las ramas despobladas de vegetación están en trance de transformarse en un diseño de líneas entrecruzadas. El Mondrian abstracto, geométrico, antisentimental de sus obras más conocidas, asoma ya bajo esta romántica visión del paisaje de su tierra.

El Museo Lázaro Galdiano de Madrid alberga esta pequeña joya titulada El Salvador adolescente, considerada tradicionalmente obra de Leonardo da Vinci y atribuida en los últimos tiempos a un artista de su círculo, Giovanni Antonio Boltraffio (1467-1516). Como todo lo relacionado con el gran Leonardo, está rodeada de misterio y ha dado pie a innumerables especulaciones. Pero no hace falta entrar en el terreno de las hipótesis para que esta tabla de dimensiones reducidas y de aparente sencillez ejerza un poderoso hechizo sobre nosotros. Hay algo inquietante en el personaje de sexo y condición imprecisos, ni masculino ni femenino, ni divino ni humano, que emerge con despojada nitidez de un fondo negro carente de referencias espaciales. La blancura de la piel, la hermosa melena rizada, la regularidad de los rasgos lo sitúan en el nivel de la pura belleza; la mirada melancólica y perdida, el espontáneo gesto de angustia de los labios entreabiertos, lo traen de vuelta al terreno de la humanidad. Está, a la vez, lejos y cerca del que lo contempla, en el limbo de los seres irreales, en la turbia  realidad de los humanos que sufren.

El pintor francés Paul Ranson (1864-1909) es autor de numerosos paisajes que se alejan de la captación naturalista del entorno para adentrarse en la construcción de un mundo estilizado y colorista. Sus motivos vegetales producen una exultante sensación de alegría, gracias a sus imaginativos diseños y a los radiantes tonos de su paleta. En este Paisaje al estilo japonés, el amarillo dominante es una llamada de atención para el espectador. Colgado en la pared de un museo, debe de actuar como un reclamo infalible. Una vez captado nuestro interés, podemos dedicarnos con calma a analizar los elementos que componen este decorativo tapiz de reminiscencias orientales. Una línea de tejas rojas divide en dos el lienzo y separa el interior de un jardín de un mundo exterior habitado por árboles blancos, montañas y dinámicas nubes. La rama del primer término, único elemento oscuro en este universo de luz, es un prodigio de diseño, con sus sinuosidades y recovecos. Todo un muestrario de hojas y flores de distintos tamaños y formas rodean esta especie de mano vegetal que se despliega sobre el paisaje. El verde, el rojo y el blanco juguetean gozosos delante de nuestra retina. A mí los cuadros de este autor de breve vida consiguen hacerme feliz mientras dura su contemplación, que no es poco.

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