LOS CUADROS DE OCTUBRE (2018)


La elección de una perspectiva insólita convierte una imagen cotidiana en una fuente de sugerencias. El artista decide adoptar un punto de vista cenital y de su mano nos convertimos en el pájaro que sobrevuela la escena, en la presencia furtiva que se acerca a la protagonista sin ser notada, en el ojo de Dios que todo lo ve. Todo eso y mucho más despierta en mí la contemplación de En el jardín, del pintor ucraniano contemporáneo Denis Sarazhin. Gracias a la original elección del autor, podemos observar desde arriba y a nuestras anchas a esta joven melancólica y ausente, que sujeta bajo su mano una rama como si se tratara del recuerdo de un amor perdido. El jardín al que se refiere el título del cuadro está más evocado que presente, a través del precioso diseño que las sombras de los árboles crean sobre la mesa. Sarazhin es un maestro en la recreación de las texturas: cristal y madera, piel y tejido contrastan entre sí y a la vez se identifican por la uniformidad del colorido, esa gama del gris al lila que envuelve el momento de intimidad de la joven, como si el desaliento que emana de su mirada se hubiera desbordado para adueñarse del mundo alrededor.

Creo recordar que la cartela que acompañaba a este cuadro de Frida Kahlo en la exposición en que lo vi por primera vez evocaba una anécdota de la vida en común de la artista con Diego Rivera. Al parecer, este le regaló un pollito que vivió poco tiempo; la muerte del animal produjo en Frida una sensación de angustia que se plasma a la perfección en esta obra titulada ―no podía ser de otra forma― El pollito. Por más que he buscado información al respecto, no he encontrado rastro alguno de dicha anécdota, que empieza a parecerme fruto de mi imaginación. Lo que es evidente es la fuerte carga emocional del cuadro, el intenso contraste entre el dulce carácter de su protagonista y las presencias amenazadoras que se ciernen sobre él. Todo en esta imagen oscila entre lo bello y lo siniestro: de un lado, el animalito que parece paralizado de estupor y el tupido ramo de lilas; de otro, los insectos encaramados a las flores, como enemigos emboscados que acechan el momento propicio para atacar. Pero lo más impactante es la telaraña que cubre el lienzo casi por completo como una trampa mortal, y que a primera vista parece una red de rayas trazadas por la artista en un momento de ira, como si no pudiese soportar la visión de tanta ternura condenada a la desaparición.


Mi último descubrimiento es la pintora zamorana Tomasa Martín, poseedora de una mirada sensible y aguda, capaz de detenerse en los pequeños detalles cotidianos en los que pocos repararían y de reproducirlos en sus lienzos con un tono delicado y poético. Las ropas recién abandonadas por sus dueños, los utensilios de escribir, las pilas de libros, las tazas de café que humean junto a un periódico son los protagonistas de cuadros en los que explora el universo inanimado, y están pintados con la misma conmovedora atención que las personas y animales que pueblan sus retratos de seres vivos. En el mundo de Tomasa Martín, todo es sencillo y relevante a la vez: unas zapatillas viejas pueden decirnos tanto como un rostro sobre una trayectoria personal. Me ha costado elegir una sola entre las obras de esta artista; me he decidido al fin por la atmósfera limpia y sugerente de este Interior con albornoz, o cómo crear una escena atrayente con el mínimo empleo de elementos y una tajante reducción del colorido. En este ambiente casi monocromo, de una claridad sobrenatural, el tiempo se detiene y lo cotidiano se erige en eterno. Resulta increíble cómo un cuadro tan despojado puede mantener de semejante forma la atención del que lo contempla: la soledad de las prendas de vestir, las manchas de la pintura, el brillo de las baldosas y la luz de la ventana que se proyecta en la pared convierten un escenario cotidiano en un ámbito mágico.

Esto es la amistad para Tamara de Lempicka: verse reflejado en alguien que se adapta a nuestra posición en el mundo. De no ser por la diferencia de indumentaria, creeríamos estar ante una mujer que mira su imagen en un espejo. De tal manera sincronizan su postura y su actitud las protagonistas de Las dos amigas, en una danza elegante y estilizada que simboliza el curso fluido de su conversación. Este cuadro es uno de los que más me llamó la atención en mi reciente visita a la muestra dedicada a esta pintora, inaugurada recientemente en el Palacio de Gaviria. A juzgar por lo que he visto en las redes sociales, no soy la única que se fijó en este lienzo de tamaño reducido e increíble armonía de líneas y colores. Los rasgos habituales de la obra de Lempicka están a la vista: sofisticación, artificio, acentuación de los volúmenes, suavidad de las texturas. Por debajo de esa apariencia luminosa, corre un río más íntimo y sutil, el de los sentimientos y las relaciones humanas. Hay que saber mirar debajo del esplendor formal de esta autora. Ella misma lo sugiere en el subtítulo de este cuadro, de carácter más personal y privado que el título: Confidencias.

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