HISTORIA DEL ZOO

Algunos de los recuerdos más intensos de mi infancia están asociados al zoo de Madrid. Yo lo visitaba con bastante frecuencia por aquellos años. No es algo de lo que me sienta especialmente orgullosa, pero hay que entender que, en aquellos tiempos, una niña chiflada por los animales como lo era yo no tenía muchas otras opciones para dar rienda suelta a su pasión. Así que le tomo prestado el título a la impresionante obra teatral de Edward Albee y paso revista a aquellas visitas de mi infancia.

En el zoo viví experiencias inolvidables, como la de ver nacer una cabra montés, o aquella ocasión en que un vigilante bastante insensato, notando la devoción con la que yo contemplaba a los tigres, nos dejó entrar a mi amiga y a mí en una zona prohibida al público: un pasillo flanqueado por jaulas que albergaban felinos gigantescos. Me recuerdo a mí misma avanzando por ese estrecho espacio, mientras garras enormes se colaban por entre las rejas hasta casi rozarme. Como soy más bien tendente a la fantasía, no sé qué parte hay de imaginación y qué parte de realidad en ese recuerdo. Me sucede a menudo.

Pero la anécdota que quiero contar hoy es, me parece, bastante fiel a la realidad. Me recuerdo detenida frente a la instalación de los gorilas, inmóvil y absorta delante de un cristal. Desde el otro lado, un gigantesco simio me observaba con fijeza. Creo que no había ningún adulto conmigo; quizá fuera una de las escapadas que hice con esa amiga de la que he hablado antes, para ir a ver animales por nuestra cuenta. En cualquier caso, niña y gorila estábamos solos frente a frente, midiendo nuestras miradas. Lo hicimos durante tanto rato, que llegó un momento en que perdí la noción del contexto y sólo fui capaz de ver un ojo de apariencia humana que me observaba con expresión inescrutable. De pronto, el gorila salió de su inmovilidad y me hizo un gesto. Por un momento, pensé que era fruto de mi imaginación, pero no: el animal repitió el inequívoco ademán de solicitarme lo que yo tenía en la mano en ese instante, que era un plano del propio zoo. Cuando comprendí que no estaba soñando, miré a mi alrededor con timidez. Nadie a la vista. Entonces introduje el plano por la ranura que separaba el cristal del suelo. Lo que hizo entonces el gorila nunca se me olvidará: tomó el plano en sus manos, lo plegó hasta formar un sombrero y se lo puso en la cabeza.

Cada vez que cuento esta anécdota –y lo he hecho unas cuantas veces–, la gente hace hincapié en la capacidad de imitación del gorila, en su deseo de agradar y de ganarse tal vez alguna recompensa en forma de golosina. Yo no lo veo así. Recuerdo a aquella criatura grandiosa sentada con expresión inescrutable, tocada con su ridículo sombrerito de papel, prisionera tras un cristal, y me parece que me estaba pidiendo ayuda a su manera silenciosa. Poderoso, salvaje y venido a menos, aquel simio inteligente había escenificado su propia desgracia y con su pose de payaso me estaba diciendo: Mira lo que han hecho conmigo. Soy sabio y digno de respeto, soy poderoso; soy como tú.

Con cierta frecuencia me acuerdo de aquel gorila que habrá terminado sus días en el encierro de unas instalaciones que, supongo y deseo, habrán mejorado con el paso de los años. Nunca me quitaré de la cabeza su imagen de dignidad humillada. Pero estos días me acuerdo de él de forma especial porque el pasado sábado visité Rainfer, un centro de rescate de primates ubicado en las afueras de Madrid, dedicado desde hace más de dos décadas a dar segundas oportunidades a animales como ese gorila de mi infancia. Allí conocí muchas historias y atesoré imágenes que también me acompañarán para siempre. Pero eso es material suficiente para una entrada distinta. Esta quiero dedicársela íntegra al querido y triste gorila de mi infancia.

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