PEDIR LA LUNA

Llevo una temporada con muchas ocupaciones y un considerable grado de dispersión que me impiden escribir. Intento no darle demasiada importancia: tengo la teoría de que, cuando vivo mucho, escribo poco. Y viceversa. Tiempos vendrán en que la calma me ayudará a aposentar las experiencias y a destilar lo vivido por medio de la escritura.

En momentos así, agradezco la aparición de personas que me obligan a pararme en medio de la vorágine y a sentarme frente a la pantalla y el teclado, a abrir un paréntesis en el torbellino vital para trabajar ―y jugar― poniendo en orden mis ideas. El pasado jueves conocí a una persona así. Se trata del poeta, dramaturgo y actor (probablemente me dejo algo) Álvaro Tato, que acudió a mi instituto a impartir una charla a nuestros alumnos de Bachillerato. El tema inicial era la vigencia de los clásicos; desde hace un tiempo, Tato es el encargado de realizar las versiones de las obras que lleva a escena la Compañía Nacional de Teatro Clásico. En la práctica, la charla se convirtió en un alegato a favor de los empeños personales, en un emotivo discurso sobre la necesidad de luchar por lo que se desea, sobre los obstáculos que hay que saltar en esa carrera de fondo, sobre el desaliento que con frecuencia embarga al artista, pero también sobre la belleza que entraña dicha persecución del ideal. ¿He utilizado la palabra “discurso”…? Mejor diré que se trataba de un diálogo distendido, de una constante sucesión de confidencias que parecían destinadas personalmente a cada uno de los que formábamos el auditorio, como si el ponente nos estuviera hablando desde muy cerca, a cada uno por separado, sobre nuestras propias necesidades e ilusiones. No en vano, Tato usaba constantemente un vocativo en singular («mira, tío», pronunciado con su encantadora sonrisa de adolescente eterno), como si la charla se estuviera desarrollando en un vis a vis en una mesa de un bar, frente a sendas cervezas.

Yo salí renovada. Me consta que un buen puñado de mis alumnos experimentó la misma sensación. Quise sentarme esa misma tarde a seguir el principal consejo que había recibido de Álvaro Tato: «Trabaja una hora esta tarde. O mejor, trabaja dos. Una es poco». No pude hacerlo (tenía un programa de actividades importante), pero aquí estoy, un par de días después, dispuesta a seguir los consejos del que es, sin pretenderlo, un gran maestro. Y lo voy a hacer transcribiendo una anécdota maravillosa que nos contó y que habla sobre la necesidad de que el artista despierte al gran creador que lleva dentro, al poeta, el espíritu libre y lúdico por excelencia: el niño que en su día fue.

Álvaro nos contó (perdón por la confianza: a estas alturas, me sale llamarle por su nombre de pila) que su sobrino atravesó una época de extraordinaria altura poética cuando le quitaron el chupete. Sí, habéis leído bien: he dicho de extraordinaria altura poética. Porque, al margen de la zozobra habitual en el pequeño que se ve privado de un adminículo tan querido, al margen de las estrategias de chantaje o de encanto personal para que se lo devolvieran, dio en la sorprendente costumbre de pedirle su chupete a los objetos, a los muebles, a su propia sombra. Es ese fascinante mundo en el que las fronteras entre lo animado y lo inanimado se difuminan, que sólo entienden los niños, los lunáticos y los poetas. La situación más hermosa se produjo la noche en que este pequeñajo se vio enfrentado por primera vez en su corta vida a uno de los más bellos espectáculos que la naturaleza nos depara a los mortales de este planeta: la contemplación de la luna llena. He de aclarar que el niño en cuestión vive en Londres, cuyo cielo encapotado deja poco margen para la contemplación de los astros. El caso es que, la primera ocasión en que la luna llena coincidió con una noche despejada, el muchachito se quedó mirando con interés la rotunda figura que brillaba en lo alto y entonces le lanzó su pregunta seductora: «¿Chupete…?» Qué maravilloso sería que, cuando tenga la edad de leer a García Lorca, este pequeño artífice de prodigios no haya perdido la capacidad de crear.

Supongo que Álvaro Tato venía el pasado jueves al Instituto Lope de Vega con la loable intención de transmitir su aliento y experiencia a los jóvenes que formarán parte en breve de la renovación de las artes en este país. No creo que estuviera en su ánimo servir de inspiración a una profesora de edad más que mediana cuya vida transcurre entre libros propios y ajenos, en un constante impulso de transmitir el amor a las letras que ha sentido desde la infancia. El caso es que lo hizo. Y aquí estoy, sentada y escribiendo, por primera vez en más tiempo del que es habitual en mí. Porque este loco maravilloso, de sonrisa fácil y encanto de Peter Pan, me transmitió el deseo insensato de soñar, de trabajar sin importar para qué, de pedirle un chupete a la misma luna. O mejor: de pedir la luna.

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