LOS CUADROS DE DICIEMBRE (2017)


El pasado 3 de noviembre, hace hoy un mes, asistí a la inauguración de la exposición Otra mirada del pintor talaverano Leonardo Montejo. Además de artista, Leonardo es un maravilloso enseñante con el que tuve la suerte de compartir unos cuantos años de lides estudiantiles; por ello, acudir a sus exposiciones es siempre un motivo de alegría para mí. En esta ocasión, hubo otro añadido: descubrir uno de esos cuadros que puedo incluir en la galería ideal por la que me gusta pasearme con la imaginación. Se titula Café de París y tiene tantos elementos para resultarme atractivo que estas líneas me serán sin duda insuficientes. Empecemos por lo evidente: los cuadros que presentan a personajes abstraídos en la lectura o la escritura llaman mi atención de forma automática. En este caso, la modelo está situada detrás de una cristalera, que es lo que singulariza la obra y da motivos para una larga contemplación. El inteligente juego de reflejos mezcla los elementos que se encuentran detrás del cristal y los que están en la acera de enfrente; a nosotros nos compete distinguir mundo interior frente a exterior, mundo visto a través del cristal frente a mundo en él reflejado. Yo no me canso de hacerlo; es un cuadro que no se termina de ver nunca. Un último motivo de gozo: el alegre colorido que acompaña a esta escena de sosiego y reflexión, y que ha sido la causa de que demore un mes su comentario. Cuando asistí a la exposición, andaba yo explorando en esta sección las sombras propias del mes de noviembre. Nada más opuesto a este triunfo de la luz y el color, del apacible disfrute del presente.
 
A los grandes se les reconoce hasta en los mínimos detalles. Hans Memling pintó este Florero de reducidas dimensiones (menos de 30 cm de alto) en el reverso de uno de sus retratos. Lo sorprendente es que ni su pequeño tamaño ni su condición de elemento secundario, destinado tan sólo a cubrir la parte posterior de la madera, le resta un ápice de grandeza; por el contrario, la belleza del resultado queda realzada por su total carencia de pretensiones. Como suele suceder con los maestros de la pintura flamenca, la obra es una demostración de la pericia técnica de su autor, que demuestra su dominio en la captación de volúmenes y texturas. Pero destrezas aparte, este bodegón rebosa encanto gracias a una afortunada conjunción de factores: el fondo neutro sobre el que destacan los sedosos pétalos de las flores, el dibujo geométrico del jarrón y, sobre todo, el vistoso diseño del mantel que cubre la mesa y que se erige en protagonista de la composición. Permítaseme la licencia: es de esos cuadros que uno desearía robar (y su pequeño tamaño no es ajeno a esta tentación). Ser un gran artista con temas grandes es complicado. Serlo con lo pequeño está sólo al alcance de unos pocos.

Otra maravilla de reducido tamaño: Mariano Fortuny recoge el espíritu de la tradición pictórica española a la vez que despliega su extraordinario dominio técnico en una acuarela de poco más de 25 cm de alto. Fraile mendigando forma parte de los fondos del Museo del Prado, pero yo lo he descubierto –un poco tardíamente― en mi reciente visita a la exposición que reúne una amplia muestra de la obra de su autor. Fortuny es siempre un regalo para la vista, pero reconozco mi absoluto asombro ante este pequeño tesoro, en cuya contemplación me sumergí durante un buen rato. Todo el Barroco español, con su certera visión de la cruda realidad, está en este retrato de un personaje humilde que conserva, en su situación miserable, una dignidad increíble. La cabeza, propia de un patriarca (podría ser San Pedro, o un filósofo de la Antigüedad), combina su carácter venerable con el gesto de derrota. Este hombre reducido a la más humillante de las condiciones, que tiende su mano hacia nosotros en un gesto conmovedor, parece albergar en su interior una enorme sabiduría. ¿Y qué decir de la pericia que demuestra el artista? Más de uno de los visitantes debíamos de haber experimentado el duro trance de emborronar hojas con esta técnica pictórica, porque se oía por doquier el siguiente comentario: «Pero… ¿es una acuarela?» En efecto, parece increíble alcanzar semejantes detalle y sutileza con un medio tan escurridizo. Ante tal manifestación de asombro, me daban ganas de contestar que no. No es una acuarela: es Fortuny. Hay artistas ante los cuales la técnica se rinde como víctima de un hechizo.
 
Está a punto de comenzar el Año Murillo, pero si somos estrictos (el primer dato documentado sobre este pintor es su fecha de bautismo, 1 de enero de 1618), el 400º aniversario de su nacimiento deberíamos haberlo celebrado este año que termina. No quiero, por tanto, dejar escapar el 2017 sin traer a esta sección al primer pintor que me conquistó en mi infancia. Asociado siempre a la dulzura un tanto empalagosa de sus Vírgenes, a veces se olvida que Murillo es un artista extraordinario por su dominio de la técnica y su capacidad de captar la vida que late en el interior de sus modelos. Por sus lienzos desfila un Barroco menos sombrío que el de sus contemporáneos Velázquez y Ribera: sus niños de la calle, por más que estén hambrientos y descalzos, nos contagian siempre de sus ganas de vivir. En su delicado tratamiento de los colores se preludia ya la exquisitez del siglo XVIII. Ejemplo de todo lo anterior es esta preciosa Muchacha con flores: luminosa, sonriente, envuelta en la armonía cromática propia de su autor; una chica del pueblo tratada con la distinción de una princesa. Habría que viajar a Londres para contemplar de cerca las ágiles pinceladas de Murillo, la soltura con que recrea el turbante de la modelo y la tela que cuelga graciosamente sobre su regazo. Todo es alegría en este cuadro. Por otros muchos semejantes, este maestro hacia el que siento una especial deuda de gratitud me despertó siendo niña el amor a la pintura.

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