LECTURAS DEL PASADO OTOÑO (2016)

David Mitchell hace en El atlas de las nubes una apuesta realmente arriesgada. Podríamos decir que se trata de la suma de seis novelas en una, o mejor aún, de un viaje a través de distintos géneros novelísticos, desde la aventura tradicional hasta la ficción postapocalíptica, pasando por la trama negra pura y dura o el humor disparatado. El lenguaje del autor se pliega a la índole de cada una de las historias que van desfilando frente al sorprendido lector con la trayectoria propia de un bumerán: las cinco primeras tramas avanzan hasta verse interrumpidas de improviso, la sexta se narra entera y, a partir de ahí, se produce un viaje de retorno en sentido inverso para ir dando un desenlace a las historias inconclusas. Se trata de un auténtico alarde estilístico y un divertido juego en el que el lector se va sorprendiendo una y otra vez al descubrir los engranajes que vinculan unos y otros relatos (una historia se convierte en el libro que el protagonista de la siguiente encuentra en una estantería, o se transforma en una película que un personaje posterior ve en el cine, o es un interrogatorio cuya grabación cae en manos del siguiente protagonista…). Da la impresión de que David Mitchell, que es doctor en Literatura Inglesa y Americana (¿por qué no me extraña?), se ha divertido muchísimo metiéndose en los entresijos de distintos géneros novelísticos, manejando sus engranajes y clichés con gracia y solvencia. Tal vez el lector medio encontrará desconcertante el conjunto y disfrutará en distinta medida de unas y otras historias. Yo me quedo sin duda con la segunda, la titulada Cartas desde Zedelghem, que narra la relación entre un compositor anciano y enfermo y el joven que le ayuda a transcribir las melodías que alberga su cerebro. Se trata de una historia elegante, europea, cínica, ingeniosa y a ratos poética: la más cercana, sin duda, a mis gustos habituales. El bumerán de Mitchell me hace viajar al fin del mundo para regresar al final a lo que me resulta más cercano.

Por lo que sé de él, Pierre Lemaitre es un maestro en el arte de traer y llevar al lector: lo engancha, lo encauza en una dirección, lo hace girar bruscamente hacia la contraria, lo desconcierta, lo disuade. Esta última es la curiosa intención que parece presidir la escena inicial de Irène, primera de las novelas que componen la serie negra protagonizada por el comisario Camille Verhoeven. Lo confieso: estuve a punto de naufragar frente al escenario de un crimen tan brutal (y descrito con tal precisión) que amenazaba con producirme pesadillas. Salvé el escollo; mi fe en Lemaitre me decía que encontraría algo que merecía la pena tras un arranque tan escabroso. Ha sido así. El comisario Verhoeven es un investigador entregado y concienzudo, metódico y a la vez capaz de un rapto de inspiración. Tiene familia y no habría nada excepcional en su vida, de no ser por la peculiaridad física que le distingue de sus colegas de profesión: su metro cuarenta y cinco de estatura, que lo convierte, como afirma su creador, en “una pálida copia de Toulouse-Lautrec”. La imagen no es casual, dada la vinculación entre el protagonista y la pintura, a través de la misteriosa figura de su madre muerta y su propia e interrumpida vocación artística. Este moderno Lautrec es un personaje trazado sin concesiones ni intentos fáciles de atraer la compasión del lector (siendo Lemaitre su padre, no podría ser de otra manera) y, sin embargo, a mí me suscita extraordinaria simpatía. Rodeado por el horror, cuidando como un tesoro a su esposa embarazada, este personaje marcado por la desgracia física me conmueve y me preocupa. Sufro al pensar que el espanto de su trabajo termine por tocar al hermoso futuro que aguarda con emoción. Estoy pasando mucho miedo con esta historia tenebrosa. Pero no puedo dejar de leer.

Cuando pienso en Murakami me viene a la mente la imagen del mar, del juego de las olas que se acercan y se alejan de la orilla, de la imprevista presencia de la resaca que tira del bañista hacia el interior. Así es este novelista sorprendente, capaz de situarse a la vez muy cerca y muy lejos del lector, al que hace identificarse con sus vulnerables protagonistas para de inmediato conmocionarlo con la más alucinada de las imágenes, y al que arrastra hasta hacerlo entrar en su particular lógica sin que pueda oponer resistencia alguna. El protagonista de Kafka en la orilla es uno de esos tipos perdidos en la vida a los que tan acostumbrados nos tiene este escritor: fugado de casa con quince años, peculiar y solitario, enfrentado a las dificultades prácticas y ayudado por los seres singulares que le van saliendo al paso, Kafka Tamura es un personaje al que resulta fácil querer, por cuyo destino es inevitable preocuparse, pero que a la vez produce una curiosa sensación de extrañamiento. Hay en él algo oscuro y desconcertante que mantiene al lector en vilo, con la inquietante sensación de que las capas que ocultan su auténtica personalidad pueden estallar en cualquier momento, dejando al aire, a la vista de todos, un secreto altamente perturbador.

Llevo más de un mes sumergida en el mundo de Murakami. Empecé con la que me ha parecido hasta el momento la más fascinante de sus novelas, Kafka en la orilla, y continué con el universo brillante y liberador de los cuentos contenidos en el volumen El elefante desaparece. Después de estos treinta días largos de explorar los rincones más inusitados de la realidad, no es extraño que crea a pies juntillas que un elefante puede desaparecer sin dejar rastro, llevándose con él algo fundamental de la vida de un hombre aficionado a observarlo, o que un momento delicado en la vida de una pareja se parece a la acción de nadar por un océano cristalino y ver con claridad diáfana, a muchos metros de profundidad, el amenazador cráter de un volcán submarino. Si la mente de Murakami es única y vuela sin ataduras en sus novelas largas, su imprevisible e hipnótico movimiento se acelera en los relatos cortos. No cabe duda de que conmigo este autor triunfa: interrumpo la lectura de El elefante desaparece para salir a la calle, para acudir al trabajo, para ver a un amigo, y pienso que cualquier cosa es posible en el trayecto del ascensor camino del portal, de mi coche por la autovía, de mis pasos a través de una ciudad poblada de seres que se me antojan de repente misteriosos, equívocos, insondables.

Hay novelas que optan por el optimismo, igual que hay seres que se decantan por el camino de la esperanza frente al sinsentido de la crueldad humana. Fiebre al amanecer podría ser la enésima historia sobre el horror del holocausto, pero se singulariza por la ternura de su planteamiento. Su autor, el director cinematográfico Péter Gárdos, lo tuvo muy fácil cuando llegó a sus manos un material impagable: las cartas que en su juventud intercambiaron sus padres, supervivientes ambos de campos de concentración. Se trata de una pareja unida por el azar y por el enternecedor empecinamiento del padre, por aquel entonces un muchacho decidido a caminar hacia la luz en un momento de máxima tiniebla, y al que ni la experiencia atroz del exterminio ni sus crueles secuelas físicas robaron la esperanza de sobrevivir y encontrar el amor. La publicidad de esta novela de reciente aparición resalta sobre todo el carácter romántico de la trama, pero a mí me parece más poderoso lo que tiene de canto a la capacidad humana de superar los mayores obstáculos. Y una lectura circunstancial: los protagonistas de la historia son todos húngaros acogidos por el gobierno sueco después de la guerra. Es inevitable pensar en los refugiados de otras guerras que vagan por las fronteras de nuestra actual Europa, y que esta trama luminosa nos deje, en definitiva, un sabor amargo.

Madrid, años veinte. En la capital conviven dos ciudades: el Madrid babilónico, de los casinos y cabarés, noctámbulo y canalla, y el Madrid manchego, de los cafés y las tertulias, castizo, chocarrero y tabernario. En medio de ambos, como una isla mágica que cataliza fuerzas encontradas, se levanta la Residencia de Estudiantes, con sus geniales inquilinos y otros que no lo son tanto y que son precisamente los protagonistas de esta historia: Patricio, Santos y Martiniano, tres jóvenes con ambiciones literarias (alguno) y hábitos gamberros (los tres), que desgranan su cómoda existencia de niños bien entre la noche madrileña y los actos de provocación y desafío a las autoridades culturales. Fabulosas narraciones por historias es, como su complicado título indica, un crisol de textos de diversa índole escritos desde puntos de vista variados, en el que personajes distintos dan su visión de los hechos sucedidos en aquellos años libres y prodigiosos, de forma que la fabulación usurpa el terreno de la historia y el lector se queda siempre con la desconcertante sensación de estar siendo engañado. Eso sí, de la forma más divertida e irreverente posible. Antonio Orejudo ha escrito la historia más desacralizadora que he leído jamás sobre los santones de nuestra cultura. Es todo un desahogo. Filólogos hispánicos del mundo: si os apetece ser iconoclastas después de muchos años de devoción, esta es vuestra novela.
Pasan los años, se suceden las casas y las ciudades, las personas se juntan y se separan, la juventud que parecía eterna se va sin sentir, se olvidan los nombres y las fechas, pero hay figuras que permanecen en nuestro recuerdo con una intensidad que no parecía presagiar su paso fugaz por nuestra vida. De eso habla Patrick Modiano, como es evidente desde el mismo título, en Más allá del olvido. La figura inolvidable, grabada a fuego en el pasado del narrador, es la de Jacqueline, una mujer ―como suelen serlo las de este novelista― ambigua, imprevisible, que nunca se da del todo, sino que guarda en su interior resquicios oscuros tan difíciles de descifrar como su relación con los hombres que la rodean o la procedencia del dinero que se guarda en la misteriosa maleta que la acompaña. Jacqueline aparece de forma imprevista en la vida del narrador y desaparece sin avisar, pero no definitivamente, porque él la seguirá viendo, o creyendo ver, por las calles de París, y volverá a cruzarse con ella de forma también casual más adelante. Un amor puede mantenerse a lo largo de una vida con solo tres breves encuentros: a los veinte años, a los treinta y cinco, a los cincuenta. Unos pocos meses en común y el resto de la existencia para adivinar una silueta, una forma de caminar inconfundible, en una calle cualquiera de la ciudad de nuestra juventud.

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