LIBROS ESPECIALES

Dada la redonda efeméride que se celebró ayer, hoy debería hablar de Cervantes. O de Shakespeare. O de los dos. Podría hacerlo sin pensármelo demasiado: siento por ambos un afecto profundo, si bien de distintos carácter y duración. Mi amor por Shakespeare es muy antiguo; la pasión y el drama son fáciles de apreciar desde edades tempranas. Para valorar la humanidad, el humor y el lúcido desengaño de Cervantes hace falta ir cumpliendo años. Yo ya los he cumplido de sobra.

Pero no. Hoy voy a hablar de cosas pequeñas, de historias privadas y detalles a la vez mínimos y reveladores, de esos que tanto abundan en mi trabajo y que, cuando se orientan en cierta dirección, son los que me dan la vida. El viernes celebré el Día del Libro en el instituto con mis alumnos más jóvenes. La celebración no era gran cosa ni prometía una especial emoción: partió de una propuesta mía un tanto apresurada, que se me ocurrió al final de la clase el día anterior y compartí sin pensármelo demasiado. Les pedí a mis alumnos que trajeran un libro que tuviera para ellos un significado especial, del tipo que fuera. Era una actividad voluntaria y por ello corría el riesgo de tener nulo eco entre los componentes de la clase. De hecho, al día siguiente acudí al instituto llevando uno de los libros que marcaron mi infancia, por si acaso no había material con el que trabajar y tenía que suplir tal carencia con mi aportación personal.

No fue así. Resultó que varios de los chicos habían traído en sus mochilas sus libros especiales. El primero que tomó la palabra nos enseñó un ejemplar viejo y deslucido, de letra grande y carácter infantil, que a pesar de su aspecto modesto tenía para él un valor extraordinario, porque su abuelo se lo regaló pocos días antes de morir. El segundo nos presentó su primer cómic: había pertenecido a su padre, estaba protagonizado por un curioso personaje que era a ratos héroe y a ratos villano y, lo que más me sorprendió, llevaba más de veinte años rodando por la casa del chico en cuestión, pero parecía nuevo. El siguiente nos mostró el primer libro que se había comprado con sus ahorros. Era obra de una pareja de autores que goza al parecer de enorme difusión en las redes sociales entre personitas de la edad de mi alumno. No recuerdo el nombre de ninguno de los dos; está claro que, en correspondencia, no podré enfadarme con mis chicos si no son capaces de aprender los nombres de los escritores que me entusiasman. Lo extraordinario del ejemplar que este alumno nos enseñó con enorme orgullo es que estaba firmado por sus autores, y que conseguir esa dedicatoria le había costado largas horas de espera en un centro comercial.

Finalmente, tomaron la palabra dos niñas. Una de ellas nos sorprendió mostrando un libro de los años cincuenta del siglo pasado. La historia que lo acompañaba era bien curiosa: a esta chica, que procede de un país del este, se lo regaló su bisabuela, en cuya casa había aparecido sin que se supiera bien por qué. Lo sorprendente es que el libro está escrito en español y su propietaria, una bisabuela longeva que según tengo entendido goza de extraordinaria vitalidad, vive en Rumanía y lo encontró en un momento en que no tenía relación alguna con España ni podía prever que sus descendientes se trasladarían a vivir aquí. Esta misma niña, en colaboración con una compañera, desplegó a continuación frente a nosotros una serie de recuerdos personales que poseían todo el carácter nostálgico que es posible alcanzar a tan corta edad: su primer carné de lectora, el libro de dibujos que le regalaron sus compañeros del colegio cuando cayó enferma de pequeña y un cuaderno en el cual, con ayuda de su madre, había ido realizando resúmenes de las lecturas que realizaba con cuatro años, dedicadas cada una de ellas a una letra. Creo recordar que el protagonista de la Z era un zorro llamado Zacarías. Lamento haber olvidado los demás.

Mientras todos estos chicos presentaban sus libros especiales, en la pizarra estaban escritos los nombres de Cervantes y Shakespeare y los títulos de algunas obras de uno y otro, que habíamos comentado al principio de la clase por aquello de no olvidarnos de los clásicos. Resultó que, aunque no andaban muy finos a la hora de precisar autorías, estos alumnos habían visitado molinos de viento y habían representado en primaria una versión de El sueño de una noche de verano. Maravillosa casualidad: resultó que tenía a Titania y a Oberón sentados juntos en segunda fila. A mí me pareció que esta solemne efeméride de los cuatrocientos años estaba de repente muy viva. Perdónenme la ingenuidad: para mí que el bueno de don Miguel y el divino William nos sonreían desde la pizarra.

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