OTRA PRIMAVERA

Resulta que las redes sociales están que arden con mensajes que exaltan la llegada de la más publicitada de las estaciones del año. Versos extraídos de composiciones cuyo título y autor no siempre se cita, imágenes pobladas de flores, niños y tiernos animalitos disfrutando del esplendor de la naturaleza que renace. Mensajes fraternos de conocidos que se felicitan por la muerte del invierno igual que lo hacen por las Navidades o el Día del Padre. (Cada vez nos felicitamos más unos a otros; será que gracias a las redes sociales nos sale ―o pensamos que nos sale― gratis). Y, en medio de tanto y tan florido gozo, a mí se me viene a la cabeza el recuerdo de un joven compositor adelantado a su época que hace algo más de cien años tuvo que abandonar precipitadamente el estreno de su última obra a causa del desconcierto y la irritación de los espectadores.

Es tentador sonreír con condescendencia frente a la ignorancia del público burgués que abucheó hasta enronquecer el estreno de La consagración de la primavera. Esas tareas de superioridad intelectual siempre resultan fáciles cuando se realizan desde una perspectiva moderna. Pero no nos engañemos: de haber vivido en otro momento, tal vez habríamos sido de los que ignoraron el genio de Van Gogh o de los que lanzaron diatribas contra la invención de la imprenta. El caso es que al auditorio reunido en el Teatro de los Campos Elíseos de París el 29 de mayo de 1913, la música de Igor Stravinsky le resultó de una disonancia insoportable, y el ballet de Nijinsky, un espectáculo bochornoso. El escándalo fue tal, que durante un tiempo la pieza musical y la coreografía se desvincularon y la primera se ofreció solamente en versión de concierto. La recreación del desenfrenado ritual de bienvenida a la primavera que culmina en un sacrificio humano durmió durante casi una década, a la espera de un público capaz de aceptarlo.

En 1975, la coreógrafa alemana Pina Bausch creó una de sus más impactantes coreografías para relatar esta historia de fuerzas primordiales, de seres encadenados a la perpetua danza de la vida que implica necesariamente muerte y regeneración. Lo hizo cubriendo el escenario de tierra y vistiendo a sus bailarines con unas vestimentas neutras y mínimas, que podrían pertenecer a cualquier momento y lugar. El único rastro de color, un paño rojo que pasa frenéticamente de mano en mano y en el que se encarna la violencia de este choque de fuerzas básicas. El resultado es de una potencia estremecedora. A mí esta primavera de Stravinsky y Pina Bausch me parece una estampida brutal que se desata y arrolla cuanto encuentra a su paso. La fuerza de la vida es así. Lo otro ―los mensajes alentadores y los adornos florales― es una candorosa y tranquilizadora simplificación.

 

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