LECTURAS DEL PASADO INVIERNO (2016)

Los niños que no se pueden dormir piden que les cuenten una y otra vez la misma historia; será que les tranquiliza moverse en el terreno confortable de las tramas cuyos recovecos y final conocen. Yo no sé si caí en eso de niña, pero en la actualidad, cuando me pongo enferma o estoy cansada o desanimada o todo lo anterior junto, acudo a Patrick Modiano para que me cuente esa única historia cuyas variantes sabe explorar hasta el infinito. Me adelanto a posibles detractores: si Modiano escribe siempre el mismo libro, a mí me produce una paz infinita reconocerme en los vaivenes sin rumbo de sus desorientados personajes. Entre todas las novelas de este autor que me faltan por leer, elegí Para que no te pierdas en el barrio por las sugerencias que despertaba en mí su hermoso título. Y, cómo no, me encontré al iniciar la lectura con un protagonista perdido en un París en el que le quedan pocos asideros, que inicia un viaje a su propio pasado cuando un extraño le devuelve una agenda telefónica extraviada y le solicita información sobre uno de los nombres que aparecen apuntados en ella. ¿Quién es ese misterioso Guy Torstel del que el protagonista no recuerda nada? Este es el cabo a partir del cual se estructura una historia de desconcierto vital y de recuperación de la memoria, esa misma que Modiano me ha contado ya en Calle de las tiendas oscuras y en La hierba de las noches, pero que no me canso nunca de escuchar.

El primer libro que leí de Kjell Askildsen, Últimas notas de Thomas F. para la humanidad, exploraba los descarnados terrenos de la vejez, la soledad y la incomunicación humana. Para mí fue todo un descubrimiento: me sentí impulsada a leer cuanto cayera en mis manos de este autor hasta entonces desconocido. Este otro libro de relatos, que responde al sugerente título de Desde ahora te acompañaré a casa, se mueve en un territorio a priori muy distinto. Sus protagonistas son jóvenes, algunos de ellos casi niños; los temas, el descubrimiento del amor, las relaciones de pareja y paterno-filiales. Frente a los escenarios interiores y claustrofóbicos del anterior libro, hay una importante presencia de los espacios abiertos y la naturaleza. Aun así, la mirada sombría del escritor se impone: con su prosa sobria y contundente, disecciona breves situaciones vitales y deja de manifiesto la imposibilidad de salir del propio yo para establecer con los demás una relación satisfactoria. Los malentendidos, los antiguos rencores, los egoísmos, la dificultad para ponerse en el lugar del otro, se van enseñoreando de las relaciones que establecen los personajes de los distintos relatos. Si los protagonistas de Últimas notas… vivían en completo aislamiento, los de este libro se nos presentan en parejas (novios, matrimonios, padres e hijos, amigos), pero aun así producen una idéntica y desalentadora sensación de soledad.

«París es una ciudad grande, pero creo que podemos encontrarnos varias veces con la misma persona y frecuentemente en los sitios en que podría parecer más difícil: el metro, los bulevares… Una vez, dos, tres, diríase que el destino ―o el azar― insiste, querría dar ocasión a un encuentro y orientarnos la vida hacia una dirección nueva, pero a menudo no respondemos a esa llamada». Este es el sugerente planteamiento ―tan típico de su autor, por otra parte― que sirve de base a Accidente nocturno de Patrick Modiano. Los desconocidos que la casualidad pone una y otra vez en nuestro camino, quizá sin que lleguemos jamás a darnos cuenta; las personas que parecen estar misteriosamente relacionadas con otras que en algún momento fueron importantes para nosotros; la vida como un cúmulo de duplicidades, conexiones y azares. Basta a veces un detonante para que todo ese entramado quede al descubierto, al menos parcialmente: así sucede cuando el joven protagonista de Accidente nocturno sufre un atropello y la conductora del vehículo causante despierta en él recuerdos que había conseguido mantener ocultos ante sí mismo durante años. A partir de ese momento, comienza una tarea de investigación que tiene como escenario ese juego de espejos que es el París de Modiano. El objetivo de la búsqueda, su propio pasado y ―lo que viene a ser lo mismo― su razón de ser.

Esta novela de la escritora canadiense Marian Engel es probablemente una de las obras más perturbadoras que he leído jamás. Iba a decir que la historia narrada en ella explora las partes más oscuras del ser humano, pero eso no es exactamente así; yo diría mejor que se centra en los aspectos más simples, primarios y naturales ―y por eso casi olvidados― de nuestra peculiar condición de animales dotados de inteligencia. La protagonista es la perfecta encarnación de las virtudes intelectuales: Lou es una joven bibliotecaria incapaz de desarrollar lo que en términos generales se considera una vida social aceptable. Centrada en su trabajo hasta límites patológicos, recibe el encargo de hacer el inventario de los libros de un difunto coronel que heredó de su familia una peculiar mansión situada en una isla. Hasta allí se desplaza nuestra protagonista en completa soledad; allí encontrará una serie de elementos que harán que su vida tome un rumbo nuevo: una biblioteca en un sorprendente emplazamiento, una naturaleza sin modificar por el hombre y una criatura inesperada, un oso con el que establecerá una relación de absoluta intimidad. La creación de ambientes es tan extraordinaria que el lector se siente trasladado desde las primeras páginas al escenario de la acción, nota en el rostro la pureza del aire, se zambulle en las frías aguas del río, respira el polvo acumulado en los viejos volúmenes, siente el retumbar de los pasos del oso que se acerca. Marian Engel tiene un estilo eficaz y poderoso y valentía para adentrarse en terrenos que otro escritor más al uso evitaría. Oso no es una novela fácil de recomendar, pero tal vez la curiosidad de alguien se encienda si digo que no se parece a nada que yo haya leído nunca.   

Lo confieso: los libros que arrasan en las listas de los más vendidos suelen despertar mis reticencias. En parte se debe, supongo, a los resabios de la joven filóloga pedante que fui en tiempos (la pedantería es un mal común que se cura con los años y el contacto con el mundo real); por otra parte, hay una cierta conciencia en mí de no ser una persona con gustos al uso y eso me hace desconfiar de los libros que despiertan el entusiasmo de la gran mayoría. Este mecanismo se puso en funcionamiento con La chica del tren al mismo tiempo que otro que se me activa sobre todo frente a las novelas del género negro: la curiosidad. Venció por fin esta última y emprendí la lectura. Y descubrí, no sin sorpresa, que, tal como se anunciaba en la hiperbólica publicidad, no podía parar de leer. La chica del tren es una historia de asesinato que podría ser una más si no fuera por su afortunado planteamiento. Una joven que atraviesa un mal momento personal toma a diario el tren de ida y vuelta desde un suburbio de Londres hasta el centro de la ciudad. En un momento de su trayecto, el tren se detiene en un semáforo en rojo frente a los jardines posteriores de varias casas cercanas a la vía; en una de ellas, habita una pareja que parece la encarnación misma de la felicidad. Es así como la protagonista adquiere el hábito de observar, de sacar conclusiones y de fantasear sobre las vidas de los otros, que, por supuesto, resultarán no ser lo que parecen. El juego entre apariencia y realidad, los infiernos domésticos, los secretos que enturbian las relaciones humanas: ese es el apasionante terreno en el que se mueve la trama creada por Paula Hawkins. El tren del título es una poderosa imagen de la esencia de la novela negra: una ventana desde la que se pueden observar los jardines posteriores, lo más escondido y privado, de las existencias ajenas.  

«¿Qué tiene el agua para que me asuste tanto cuando precisamente yo me he pasado la vida al lado de ella?», se pregunta uno de los personajes de la última novela de Julio Llamazares, Distintas formas de mirar el agua. En ella, tres generaciones de una familia se reúnen para depositar las cenizas del patriarca en el escenario de su juventud, al que siempre quiso regresar: su pueblo natal, situado en un valle que quedó anegado por la construcción de un embalse. Las voces de los distintos personajes se van sucediendo para dar una semblanza del abuelo muerto, del profundo desarraigo que está en el origen de la historia familiar, del dolor por la pérdida de la tierra y el deseo de volver a los orígenes. Con su apariencia sencilla y su estilo diáfano, la novela de Llamazares es como la superficie de ese embalse en torno al cual se articula la trama: bajo su superficie plácida y luminosa, se abren metros y metros de agua oscura, restos de edificios, capas de lodo que todo lo cubren y, lo más impresionante, un río que sigue discurriendo por su cauce a pesar de la masa de agua que lo sepulta. La vida se manifiesta así como un camino inexorable, del que es difícil salirse, y en el cual rara vez está previsto el encuentro con la felicidad.  

«Ainielle existe», afirma Julio Llamazares en la nota preliminar a La lluvia amarilla. Es comprensible la necesidad de tan contundente afirmación, porque el pueblo del Pirineo oscense en el que está ambientada la novela tiene la calidad fabulosa  de territorios míticos como el Comala de Pedro Páramo. La lluvia amarilla es una novela extraordinaria, de una tristeza sin límites, igual que lo es la belleza del lenguaje de su autor. Es difícil ir más allá en la exploración del tema de la soledad: el protagonista y narrador, último habitante de un pueblo desierto, cuenta el irreversible proceso de pérdida (la muerte de sus seres queridos, la huida del único hijo superviviente en busca de una vida mejor, el paulatino abandono de los vecinos) que lo ha llevado a adentrarse en los senderos de la locura. Solo y enfrentado a una naturaleza inmisericorde y al peso de sus recuerdos, este ser humano se nos antoja el último superviviente de una catástrofe que parece rebasar los límites de una simple tragedia rural. Ainielle existió y sigue existiendo, aun vacía de habitantes; pero existe, mucho más aún, en el territorio mágico de los espacios literarios que nos representan a todos. 

Si una de las funciones principales de la literatura es, en mi opinión, la de hacernos sentir acompañados, este libro de Henning Mankell es literatura en su más alta expresión. El título hace referencia a la profunda inseguridad que le produjo a su autor la noticia de que padecía un cáncer: su mundo se tambaleó, el suelo perdió su consistencia y se transformó en una masa amorfa e inestable similar a esas arenas movedizas que, según cuenta el escritor, son más un invento de la novela y el cine de aventuras que una realidad. Frente a semejante descalabro físico y moral, Mankell acudió a dos cosas que le podían proporcionar un firme anclaje: la escritura y sus recuerdos. Compuso así estas Arenas movedizas, que no son un libro de memorias al uso, sino una indagación en el propio pasado construida a base de ágiles pinceladas sobre las personas y lugares que conoció en sus viajes, sobre los conocimientos adquiridos que le hacen tener una nueva perspectiva con respecto a la propia finitud. No encontramos, por tanto, las recreaciones familiares, de infancia y adolescencia, tan propias de las autobiografías; su lugar es ocupado por una dinámica sucesión de impresiones, de personajes a veces anónimos, de lugares remotos, de obras de arte que marcaron la vida del autor con tanta fuerza como los hechos considerados normalmente como constituyentes básicos de la existencia. No llegamos a conocer los orígenes del escritor ni los hitos que señalaron su evolución, pero sí pequeños detalles que son, con frecuencia, mucho más reveladores. El cáncer acabó en poco tiempo con Mankell, pero desde luego no con su voz: adentrarse en estas Arenas movedizas es como charlar con su autor, recorrer los vericuetos de su pensamiento, hermanarse con él frente a la adversidad en una búsqueda de mutuo consuelo.

Una pareja que lleva una vida acomodada en Hamburgo conoce durante unas vacaciones una vieja librería de Viena que acaba de cerrar y que está en venta. Ambos son unos enamorados de los libros y conciben un proyecto descabellado: comprar el local, trasladarse a Viena ―ciudad oriunda de ella―, abandonar unos trabajos bien remunerados y dedicarse a hacer real el sueño de convertirse en libreros. Petra Hartlieb cuenta los avatares de esta curiosa y arriesgada apuesta que ella misma ha protagonizado durante la última década y que en un principio sume al lector en una profunda inquietud; prevé una sucesión de fracasos económicos y de angustias, tal vez incluso el naufragio de las ilusiones y la vuelta al mundo real, lejos de las encantadoras instalaciones de la vieja librería de barrio que durante mucho tiempo ha abastecido las necesidades culturales de los vecinos. Pero Mi maravillosa librería se decanta pronto por unos derroteros inesperados: el éxito de la empresa desborda las previsiones de la emprendedora pareja protagonista y sobreviene un periodo de trabajo frenético, de aumento de la plantilla de trabajadores, de difícil equilibrio entre la vida laboral y familiar, de complicados intentos por adaptarse a las nuevas tecnologías que van unidas a todo negocio del siglo XXI. La familia de Petra Hartlieb es enorme y no está solo compuesta por ella misma, su marido Oliver, sus dos hijos y un perro, sino también por la creciente y entusiasta tropa de empleados, los clientes asiduos, los amigos que prestan su ayuda de forma desinteresada. Una densa red de amistad y amor por la lectura que no impide, sin embargo, que haya épocas de trabajo tan intenso como para que la narradora se confiese a punto del descalabro físico y mental. «Son los espíritus que tú misma has conjurado», se consuela a sí misma con humor en un momento de desaliento; el sentido del humor y la ilusión son precisamente las notas dominantes en la crónica de este empeño personal, con el que a los amantes de los libros nos resulta tan fácil identificarnos.

En una habitación vacía, con el fondo de una ciudad asolada por la guerra, una mujer reza y vela a su marido, reducido al estado vegetativo por un disparo durante una reyerta. Este es el duro planteamiento de La piedra de la paciencia, del novelista afgano afincado en Francia Atiq Rahimi. Con un estilo conciso y despojado como el escenario único en el que transcurre la acción, Rahimi va desgranando en el monólogo de su protagonista los recuerdos de esta, sus frustraciones y amarguras, los reproches hacia el marido que no puede replicar y que por primera vez en su vida en común va a ser receptor mudo del dolor de esta mujer oprimida. La piedra de la paciencia es una novela terrible, de una intensidad difícil de conseguir. El novelista nos encierra en la misma habitación que ocupa el hombre inmóvil y nos somete al doloroso goteo de las palabras de la esposa. El resto ―la guerra, las hijas de ambos, los parientes y vecinos― quedan fuera y apenas sabemos de ellos a través del testimonio de la mujer o cuando realizan fugaces incursiones en este territorio claustrofóbico en el que dominan el rencor y la rabia contenida durante demasiados años. Este hombre mudo y esta mujer que por fin se decide a hablar no tienen nombre y podrían ser cualquiera, de igual manera que podría serlo esa ciudad sacudida por las bombas y la brutalidad de la guerra, para la cual, por desgracia, se nos ocurren demasiados trasuntos en la vida real.
Hay varias razones para que esta recopilación de relatos de Edith Wharton haya atraído mi atención y se haya colado sin miramientos en mi lista de espera de lecturas pendientes. En primer lugar, la imagen de la cubierta y la ―como siempre― preciosa edición de Impedimenta; pero este es un punto que merece una entrada aparte que escribiré en breve. En segundo lugar, el título. Esta escritora, que, según una anécdota muy difundida, sufrió durante su infancia terrores nocturnos que marcaron su vida, fue autora de numerosos relatos en los que el miedo y la angustia ocupan un lugar importante, y que se han reunido en antologías como la titulada Cuentos de fantasmas. Pero las historias que componen el libro en cuya lectura me encuentro ahora inmersa no se ciñen al terror sobrenatural, sino que se abren a las distintas formas que adopta el miedo en la vida humana: el peso de la culpa, la enfermedad y la muerte, las relaciones tortuosas con los más allegados. Sombras que acechan el devenir cotidiano de los protagonistas y cuyo sentido último muchas veces el lector debe completar con su imaginación o su propia experiencia. Son, por tanto, como bien reza el título, un repertorio de situaciones en las que prima esa sensación ambivalente, difusa y consustancial al hecho de vivir que es la inquietud.

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