LOS CUADROS DE DICIEMBRE (2015)


Siento tanta añoranza de la lluvia, que busco consuelo en la contemplación de cuadros como este del pintor sueco Carl Larsson (1853-1919), que lleva como título el nombre de la población francesa en la que levantó el vuelo la carrera de su autor: Grez-sur-Loing. Afincado en una colonia de artistas de dicha localidad, Larsson dejó numerosos testimonios de la belleza natural que lo rodeaba, en la mejor línea de los paisajistas franceses de finales del XIX. Todas las vistas rurales y urbanas que produjo me resultan sugerentes, pero he elegido esta por el extraordinario tratamiento del suelo mojado, que tanta atracción ejerce sobre mí, dada la pertinaz sequía en la que estamos inmersos por estos lares. No me canso de contemplar esta brillante superficie en la que se duplican los árboles y construcciones que flanquean la calle, ejemplo de la capacidad portentosa de algunos artistas de transmutar el lienzo en otras materias. El empleo del color dota al cuadro de un singular encanto: frente al predominio de los grises, esas notas brillantes en el verde de la vegetación y en el vestido rojo de la protagonista, que son reclamos que atrapan nuestra atención de forma irremediable. Este humilde escenario de las afueras del pueblo se ha visto transformado por el agua en un espacio singular, en el que el suelo es un espejo y los colores resplandecen. Refugiada en el cobertizo, la joven protagonista es testigo, al igual que nosotros, del poder embellecedor de la lluvia.

Pocos pintores tienen un uso tan personal del color como el asturiano Darío de Regoyos (1857-1913). Sus inesperados lilas y amarillos, que se cuelan en elementos a los que no están asociados en nuestra experiencia, dotan a sus paisajes de un carácter inconfundible, sin llegar a situarlos por completo al margen de la realidad que conocemos: se diría que son visiones del mundo cotidiano pasado por el tamiz de la mirada del artista, casi siempre teñida de melancolía. El cuadro que encabeza estas líneas, titulado Carrera del Darro, es un claro ejemplo de esto que acabo de decir. Regoyos hace uso de sus tonalidades favoritas para recrear esta escena crepuscular y –pido perdón por la sinestesia― casi diría que silenciosa. La sinuosa curva del pretil que bordea el río nos introduce suavemente en el paseo por el que avanza una figura enlutada que, por su misma indefinición, puede representarnos a todos. El cuadro es un juego de luces y sombras, como corresponde al momento del día que recoge: la oscuridad que va ganando terreno en las orillas del río y en los edificios, frente a la iluminación artificial que se enciende poco a poco. Pero si hay algo que prende mi atención en este paisaje de serena tristeza es la plasmación del agua, con su brillo extraordinario, último reducto de la luz solar que se resiste a morir, hermanada en sus reflejos con el firmamento que se despide del día; más que un río, se diría que es un pedazo de cielo que se abre inesperadamente a nuestros pies.

Mi conocimiento de este grabado, cuyo título es Funeral bajo paraguas, ha sido bastante azaroso. Lo descubrí por casualidad en una página de un blog, donde aparecía rodeado por una serie de obras de artistas japoneses clásicos, como Hiroshige y Hokusai, unidas por el tema común de la lluvia. Creo que incluso se atribuía su autoría a uno de los maestros antes citados. El error saltaba a la vista: la ambientación de la escena nos remitía de inmediato a la Europa del siglo XIX. Como el grabado prendió de inmediato mi atención por el extraordinario vigor de sus trazos, decidí emprender una búsqueda por la red que me reveló finalmente el nombre de su autor, el pintor y diseñador francés Henri Rivière (1864-1951), quien experimentó, como muchos de sus coetáneos, una indudable influencia del arte japonés. A mí esta imagen me parece un prodigio de dinamismo y expresividad, con su eficaz juego de diagonales: la que traza el cortejo de personajes cobijados por paraguas y la que, perpendicular a ella, dibuja la cortina de lluvia movida por el viento. Todo es inhóspito en esta escena funeraria en la que los vivos luchan contra los elementos para acompañar a un muerto en su último viaje. La monocromía rota solo por los violentos rojos que se abren en el horizonte intensifica la sensación de pesadumbre, de lucha contra lo inevitable, de ineludible final.   
 

Todos los cuadros de este mes han tenido de alguna manera relación con el agua, así que para terminarlo he elegido al pintor que, en mi opinión, mejor ha sabido trasladar este elemento al lienzo. No conocía al paisajista Martín Rico (1833-1908) hasta que una exposición monográfica del Museo del Prado me lo descubrió hace casi tres años. Este primer contacto fue para mí una experiencia deliciosa; entre los recuerdos que guardo destaca el de la abrumadora presencia de cuadros en los que el mar, los ríos y los canales ocupaban un lugar destacado. Podría haberme pasado horas ―creo que lo hice― contemplando el increíble juego de reflejos, la extraordinaria habilidad del pintor para dar una consistencia líquida a la superficie de sus óleos. Me ha costado elegir una de sus obras para traerla aquí, aunque a la vez puedo afirmar que la elección es indiferente, porque me gustan todas. Me he quedado al final con este Canal en Venecia que reúne todas las características que me agradan de este autor: el vibrante colorido, el estudio de la luz, el minucioso estudio del elemento vegetal, la delicada inclusión de pequeñas figuras humanas en actitudes naturales y encantadoras. Y, por supuesto, esas ondas milagrosas que titilan frente a nuestros ojos asombrados, como si en verdad se tratase de agua.

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