OFICIALMENTE PERDIDOS

Supongo que nos pasa a todos: de vez en cuando, en el aluvión de fotografías, mensajes ingeniosos, carteles y vídeos que nos asaltan a diario a través de las redes sociales, hay alguno que prende nuestra atención. No hablo de aquellos que se dirigen exactamente a nuestra forma de ver el mundo ni de los que reflejan un aspecto de la realidad que nos conmueve o nos indigna de forma especial; esos lo tienen muy fácil para sobresalir de la maraña que los rodea y hacerse notar. Me refiero a los que, sin razón aparente, mueven alguna tecla en nuestro interior y ponen en funcionamiento nuestro cerebro. A mí me sucedió hace unos días con una serie de dibujos dedicados al tema de la amistad. Estaban firmados por un tal Ajit Johnson y reproducían escenas cotidianas: parejas y tríos charlando, compartiendo la comida o un paraguas, abrazándose, riéndose. Cada imagen iba acompañada por un mensaje nada original ―y bastante mal traducido del inglés, en algún caso― que pretendía ser una definición de la amistad y que decía cosas del tipo: «Es saber que nos tenemos el uno al otro», o «Es saber cada pequeño detalle de nuestras vidas». Me gustan poco esas reducciones de los grandes sentimientos a fórmulas manidas; habría pasado por encima sin más si uno de los dibujos no hubiera llamado mi atención de forma poderosa.

El dibujo en cuestión representa a tres niños y un perro que descienden por una suave ladera. De sus andares saltarines y despreocupados se deducen dos cosas: están de excursión y se encuentran lejos de casa, a resguardo de miradas de adultos. El mensaje que acompaña la escena deja bastante que desear desde el punto de vista idiomático; según él, la amistad consiste en «tener total confianza en nuestro sentido de dirección». Pero lo que me hizo fijarme, aparte de la jovialidad de los pequeños protagonistas de la escena, es la presencia en su camino de un cartel indicador en el que no se da pista alguna sobre el sitio al que se dirigen, sino que muestra la siguiente tajante afirmación: «Están oficialmente perdidos».

Si tuviera que reducir mi peripecia vital a unos pocos elementos significativos, no podría faltar el hecho de que soy una persona que se pierde constantemente. En los desplazamientos por la ciudad, en las excursiones, en los viajes por carretera, en el interior de los edificios que no me son familiares, en los aeropuertos. Tengo un sentido de la orientación nulo y una cierta tendencia a seguir hacia delante sin pedir ayuda, lo cual me ha colocado en más de una situación complicada. La realidad es para mí un confuso laberinto en el que cualquier pasadizo, cualquier puerta, puede conducir al lugar menos esperado. Tal vez por eso siento una simpatía especial por la Alicia de Lewis Carroll: la posibilidad de caer por el tronco de un árbol o atravesar un espejo y encontrarme en un mundo desconocido no me resulta del todo inverosímil.

Lo mejor de todo esto es que con cierta frecuencia me he perdido en compañía. Unas veces eso me ha conducido a situaciones desagradables, de enfado o incluso de pánico colectivo, pero otras ―casi siempre― ha derivado hacia una especie de aventura de andar por casa que luego ha sido objeto de regocijado recordatorio por parte de los que participaron en ella. En el momento en que vi el cartel antes citado de “oficialmente perdidos”, por mi mente empezaron a desfilar imágenes de caminatas por la sierra, recorridos por ciudades extranjeras, trayectos en coche por carreteras que de repente desembocaban en caminos sin asfaltar o se cortaban abruptamente. Búsquedas de monumentos fugitivos que en el plano estaban magníficamente bien señalizados pero que luego parecían jugar a esconderse en una maraña de callejuelas. Trayectos de vuelta al hotel que se convertían en largos éxodos al final de la jornada. Conducciones en medio de la niebla a través de pueblos perdidos que después, a la luz del día, eran imposibles de localizar. Carreras por los interminables pasillos de un aeropuerto a la búsqueda de una puerta de embarque que siempre estaba en dirección contraria. Infructuosos intentos de encontrar la salida hacia Madrid en una ciudad que, misteriosamente, siempre nos traía de vuelta hacia su centro. Horas perdidas buscando desentrañar ese misterio que es el punto exacto en el que uno se ubica en el universo, intentando encontrarle una lógica a la confusa red de opciones que se abren en derredor.

Una amiga a la que hace muchos años que no veo decía de mí que yo nunca me pierdo… definitivamente. Con ella me perdí alguna vez, por cierto, y de forma rocambolesca: recuerdo que nos reímos una barbaridad. Alguna predisposición de mi inconsciente me lleva a juntarme con personas que tienden a la desubicación espacial. A todas ellas les dedico esta entrada: a los familiares, amigos, colegas, compañeros, conocidos con los que he tenido el placer de compartir uno de esos ratos de profundo desconcierto que se derivan del hecho de estar “oficialmente perdidos”. Me pregunto si esa dificultad para encontrar el destino en viajes y desplazamientos no estará unida a una desorientación más profunda, y si será ese rasgo vital lo que nos hace reconocernos y tender a unir nuestros caminos. Como los niños de la ilustración, puestos a perdernos, mucho mejor en compañía.

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