DEBERÍAMOS HABERNOS QUEDADO SIEMPRE ALLÍ

Nunca se puede saber por dónde van a discurrir los senderos de la memoria, pero tengo la impresión de que, cuando dentro de muchos años recuerde mi primer contacto con la obra de Patrick Modiano, me vendrá a la cabeza el pasaje de En el café de la juventud perdida que voy a relatar a continuación.

La pareja protagonista pasea sin rumbo fijo por París, como no podría ser de otro modo en el caso de dos personalidades carentes de asideros. Mantienen una relación amorosa, pero saben poco el uno de la otra; ella está casada, él tiene un pasado que prefiere no mostrar. En un momento dado, se dan cuenta de que se les ha hecho tarde para coger el último metro y deciden quedarse a pasar la noche en un modesto hotel que les sale al paso. «A partir de ahora, a lo mejor podríamos vivir aquí», comenta él con humor.

La habitación carece de comodidades: la cama es individual, por la ventana abierta a causa del calor llega el ruido de los vecinos. Pero quién necesita de confort cuando ronda los veinte años y está enamorado. El personaje masculino se pone a imaginar que él y su acompañante se encuentran en un puerto del Mediterráneo y que comparten una plácida existencia; la dicha que siente es tan intensa que es consciente de que nunca volverá a alcanzar semejantes cotas de felicidad. También su pareja presiente que nada será lo mismo en lo sucesivo y le susurra al oído: «Tienes razón. Deberíamos quedarnos siempre aquí».

Todo lo que acabo de contar, Modiano lo narra en dos breves pinceladas. La cumbre de la felicidad es así: intensa, efímera, imposible de estirar. En seguida se impone la reflexión del narrador, que es el joven protagonista de la escena, explicando cómo en años posteriores, cuando estaba ya muy lejos de ese momento único y la tristeza de la vida se había impuesto, siempre daba la dirección de ese hotel de su juventud a quien le pedía sus señas. Debería volver, comenta con melancólica ironía, a buscar todas las cartas que, sin duda, le estarán esperando en ese escenario de su pasado.

Desde que leí por primera vez este pasaje, llevo dándoles vueltas a esos momentos de mi vida en los que me gustaría haberme quedado anclada. Me vienen a la cabeza una carretera que surca unos campos amarillos y ondulados, un coche cargado de maletas y un viaje sin plan previo; me viene también la imagen de una isla pequeña, con playas solitarias que recorrer de noche, estremeciéndose un poco por el contacto en la planta de los pies de la arena inesperadamente fría. Las aulas enormes y destartaladas de la universidad, la cafetería resonante de voces, el césped acogedor en primavera que tendía sus lazos de amistad entre los estudiantes de facultades anexas. E imágenes más lejanas: un patio de colegio con una fuente en el centro, unas barras destinadas en origen para servir de apoyo a las enredaderas pero usadas para todo tipo de acrobacias infantiles. Un ventanuco en casa de mis abuelos, el olor de la mañana bajando a saludarme hasta la cama. Un aluvión de cartas dirigidas a mí en tiempos no tan luminosos deberían haberse ido amontonando en esas direcciones de mi pasado.

Decididamente, tiene razón Modiano: deberíamos habernos quedado siempre allí.

Comentarios

  1. Qué tristeza me ha producido tu entrada, Beatriz… Quedarnos siempre allí… sí, pero me apena pensar en no percatarme de nuevos lugares, miradas, gestos porque me nuble el legítimo derecho a añorar. También “aquí” pueden enviarnos cartas…
    “Dejar irse a las grullas” (de tu blog) escribiste en un comentario, aunque nos apene ver que se alejan…
    Un abrazo. Choni.

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    1. Esto me recuerda nuestras actitudes opuestas a la vuelta de un viaje: tú te lanzas a deshacer el equipaje; yo lo dejo reposar un tiempo, como si en él vinieran prendidos recuerdos que temo ahuyentar... Pero tienes razón: también "aquí" pueden enviarnos cartas. Esa esperanza, al menos, es la que nos mantiene vivos.

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