ALIMENTAR LA ILUSIÓN

Uno de los grandes misterios de la historia de la literatura es, en mi opinión, lo que se estaría pasando por la cabeza de un ex combatiente de menguada fortuna cuando durante una de sus estancias en la cárcel comenzó a gestar la historia de un loco maravilloso que creía que la realidad y las novelas eran una misma cosa. Me gustaría pensar que don Miguel de Cervantes albergaba pensamientos profundos cuando empezó a escribir El Quijote y no únicamente la intención de crear un juguete cómico a base de las decepciones de un pobre iluso. En cualquier caso, lo que está fuera de toda duda es que ni en sus más optimistas previsiones pudo imaginar que el tándem don Quijote-Sancho seguiría pleno de vigencia cuatro siglos después de que él lo creara. Yo acabo de reconocer su huella en Nebraska, la última película del director estadounidense Alexander Payne.

La película cuenta la historia de un padre senil y un hijo sin demasiadas expectativas en la vida que se embarcan en un viaje desde Montana a Nebraska. El padre ha recibido una publicidad engañosa que le hace creer que es el afortunado ganador de un millón de dólares y, empecinado en su fantasía y ajeno a los intentos de su familia de devolverle a la realidad, está dispuesto a hacerse a la carretera por sus propios medios para alcanzar ese premio en el que cree con una fe infantil y sin fisuras. Contra todo pronóstico, su hijo menor decide dejar de luchar contra el descabellado propósito de su padre y lo acompaña en el trayecto. Ese viaje abocado a terminar en la más cruel de las decepciones acaba siendo muchas otras cosas: un proceso de acercamiento entre dos personas cuya relación presenta muchos cabos sueltos, una triste y entrañable reflexión sobre la posibilidad de soñar y sobre la pertinencia de despertar al que lo hace.

Como ocurre en la creación cervantina, este dúo que encarna el contraste entre ilusión y visión realista de la vida se ve rodeado en su periplo por un amplio repertorio de personajes que reaccionan frente a las fantasías del viejo con incomprensión, burla, piedad o la más repugnante de las codicias. En este último grupo se inscriben los habitantes de su pueblo natal, una de las paradas en este viaje hacia lo imposible. Estos rescatados del pasado lejano del protagonista cierran su cerco en torno a él hasta que descubren la falsedad de su fortuna. Esta parte de la película se convierte en un cruel retrato de las relaciones familiares y de las deudas de gratitud que uno contrae a lo largo de su vida; hermanos, sobrinos, cuñados, antiguos socios, vecinos: todos se creen con derecho a exigir una compensación por los supuestos favores que en su día prestaron al ahora millonario, en una mezquina e interesada interpretación de los conceptos de familia y amistad.

Estos modernos don Quijote y Sancho viajan en automóvil por largas carreteras interestatales, atraviesan amplios paisajes salpicados no por molinos sino por solitarios edificios de madera, hacen paradas no en ventas sino en gasolineras. Alexander Payne retrata estos escenarios grandes y desolados con una delicada fotografía en blanco y negro. Todo es tenue y sutil en esta película que bordea con habilidad los terrenos de la comedia y el drama: la banda sonora, los elementos humorísticos y sentimentales, las interpretaciones contenidas de los actores. Uno siente deseos alternos de reír y de llorar frente a las evoluciones de este viejo entrañable y del hijo que poco a poco se va dejando llevar por la fantasía de su progenitor, y al final se queda con una amarga sonrisa en los labios. En mi caso, al menos, fue así: yo nunca había sonreído tanto con una historia tan triste.

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