DANZA DE LA PRIMAVERA

En diciembre de 1990, aires nuevos irrumpieron con fuerza en la Compañía Nacional de Danza. Vinieron de la mano de un bailarín y coreógrafo que pasaba por poco de los treinta años y que con pulso firme supo tender el puente entre la danza clásica, la reina hasta aquel momento, y la contemporánea. Yo tuve la suerte de asistir a dos de las representaciones de aquel programa formado por cuatro coreografías originales del flamante y recién estrenado director. A la primera me invitó una persona muy cercana a la que nunca agradeceré lo bastante su generoso gesto: una entrada de patio de butacas del teatro de la Zarzuela no es un regalo cualquiera. Repetí la experiencia al poco, esta vez por mi cuenta y riesgo, porque sentía la imperiosa necesidad de contemplar de nuevo aquel descubrimiento maravilloso. Como era muy pobre por aquella época, solo pude comprar una localidad de la zona más alta del teatro, de esas que aparecen señaladas como “de escasa visibilidad”. Asistí así de nuevo a la función, encaramada en franca proximidad con el techo y literalmente volcada sobre la barandilla para poder ver lo que tenía lugar en el escenario. No me importó la incomodidad: era feliz. Acababa de descubrir la danza de Nacho Duato.


Aquel memorable programa cuádruple lo guardo en el recuerdo entre los momentos más gratos de mi trayectoria como espectadora de danza. La cuarta de las piezas que lo formaban se titula Arenal y es la que escogería si tuviera que concretar en un solo ejemplo toda la alegría y el disfrute que me ha proporcionado el baile a lo largo de mi vida. Se trata de una coreografía creada a partir de canciones de Maria del Mar Bonet, y en ella se encarna la intensidad vital, la luz y la fuerza del Mediterráneo. En aquellas dos representaciones de finales de 1990, la cantante y sus músicos acompañaban con su interpretación las evoluciones de los bailarines. Eso fue parte, sin duda, de la fascinación que nació en mí y que a día de hoy aún me acompaña.

Arenal está construida con la alternancia de dos elementos contrapuestos: una mujer vestida de negro baila sola al son de canciones interpretadas a capella. Representa la soledad, la dureza de la existencia, la fortaleza frente al dolor. Su danza se ve interrumpida una y otra vez por la irrupción de bailarines que en grupo expresan el gozo de vivir y la alegría de la juventud. Hay un dúo que fluye por el escenario con la imparable fuerza de la pasión amorosa, un cuarteto de exultante vitalidad, un trío que se entrelaza y juega y da pie a innumerables combinaciones. Frente a esta manifestación de optimismo y arrolladores deseos de estar vivo, la mujer de luto regresa una y otra vez a sus interpretaciones solitarias, dispuesta a recordarnos el sustrato trágico que subyace a nuestra condición de humanos.

Me gusta tanto esta coreografía que me maravillo de no haberla traído antes a este espacio, que voy amueblando con todo lo que me agrada. Hoy el calendario me da ocasión de subsanar ese olvido. Hace unas horas se ha producido la entrada de la primavera, y como todos los años por estas fechas, el ser básico que todos llevamos dentro se emociona ante la perspectiva de la estación nueva. Una de las partes que compone Arenal tiene precisamente como base una canción titulada Danza de la primavera, que es un hermoso recorrido por esta época del año y un recordatorio de lo inexorable de su marcha. A mí ver danzar a estos cuatro bailarines me produce la misma sensación plena y envolvente de estos días de marzo en que la noche se bate en retirada y se huele la libertad en el aire. La voz de Maria del Mar Bonet posee esa condición serena y primordial de lo inamovible y eterno. Me habla de lo inexorable de las estaciones, del vaivén de los tiempos, de lo que se marcha y regresa siempre. Curiosamente, mi relación con Arenal tiene un epílogo que viene al caso: es la última pieza que se representó cuando su creador abandonó la Compañía y también las tierras españolas. Habían pasado veinte años y yo volvía a estar, como la primera vez, sentada en el patio de butacas, y frente a mí se desplegaban una vez más las notas y colores del Mediterráneo. Todo era lo mismo, al fin y al cabo, pero tan distinto. En esta última representación, al fondo de este Arenal me pareció ver desplegarse un mar de melancolía.


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