RADIOGRAFÍA DEL TIEMPO

Cuenta el fotógrafo y pintor William Christenberry que, en uno de sus frecuentes viajes a su Alabama natal, se encontró con que había desaparecido un ala de la casa de su abuela, cuya puerta él había fotografiado en numerosas ocasiones. Sorprendido, preguntó a su padre sobre dicha mutilación. La respuesta que obtuvo fue a la vez sencilla y sorprendente: esa zona de la casa había sido trasladada a otro lugar y adosada a la vivienda de un vecino. La reacción de Christenberry fue de absoluto desconcierto. No es extraño: le habían privado de repente de una puerta de acceso a su pasado.

Hace un par de semanas visité en la fundación Mapfre una exposición de las obras de este artista peculiar y polifacético. Christenberry lo mismo esgrime una cámara de fotos que pinta o realiza maquetas de edificios, pero a pesar de la multiplicidad de técnicas empleadas, sus creaciones están dotadas de una profunda unidad: son una indagación sobre el paso del tiempo y un constante viaje de regreso a los escenarios de la infancia del artista. Los protagonistas de sus obras son construcciones y enclaves profundamente unidos a la mano del hombre, pero en los que la presencia humana se evita siempre. En las imágenes de Christenberry, los edificios aparecen aislados, perdidos en un marco vegetal o en la soledad de una calle desierta. La atención del que los contempla puede así fijarse sin distracciones en los detalles que los conforman, en los carteles publicitarios, las vallas, las puertas y ventanas, las formas de los tejados, los postes del tendido eléctrico y los vehículos detenidos junto a la entrada. Estos modestos representantes de la arquitectura más sencilla y utilitaria (son bares, almacenes, graneros, pequeñas iglesias, casas de gente humilde) llegan a adquirir, vistos a través de la cámara de este testigo excepcional, una curiosa animación: nos conmueven y emocionan, nos entristece su deterioro y nos alegra que vuelvan a lucir con vivos colores tras ser restaurados. Especialmente emocionante me resulta la fotografía que se ha utilizado para el cartel de la exposición, la de la iglesia Sprott, en Alabama, blanca y austera, con un diseño casi infantil, rodeada por el bosque, con sus ventanas que son como ojos que nos observan y la puerta que nos invita a entrar. Tal vez soy víctima de mi fantasía, pero cada vez que contemplo esta imagen, tengo la impresión de que a esta iglesia sólo le falta hablar.


Lo más impactante de la exposición son quizá las series de fotografías realizadas a un mismo edificio a lo largo de los años. Con paciencia y tenacidad, Christenberry retrata una y otra vez, durante décadas, una estación de servicio, una cabaña en el bosque, una tienda de barrio, un bar. Nos ofrece así la posibilidad de contemplar las transformaciones, la adecuación a los nuevos gustos, los cambios del color de la fachada, los parches en el tejado, y finalmente, el abandono, las puertas y ventanas que se descuelgan, el hundimiento del techo, el triunfo de la vegetación que lo devora todo. Sus edificios son más que nunca seres vivos que evolucionan, se resisten a envejecer y mueren. Dejo aquí dos ejemplos: el primero recoge la trayectoria de un modesto café desde que es un negocio en uso hasta su abandono y transformación en un edificio anónimo; el otro es una serie titulada Coche y casa, en la que se plasma con estremecedor detalle el proceso de deterioro de una vivienda familiar. Uno se puede pasar las horas muertas comparando unas imágenes con otras, intentando localizar el instante preciso en que se inicia la decadencia: ese momento en que se oxidan los carteles metálicos del Café Coleman’s, o ese otro en que el coche frente a la vivienda familiar ha perdido sus ruedas traseras. Es algo parecido a lo que todos hacemos ante al espejo cuando buscamos en nuestro rostro las huellas de la edad.


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