PRIMEROS PLANOS (II)

Al realizar esta selección de mis primeros planos favoritos, con frecuencia me ha asaltado el recuerdo de películas rodadas en la década de los ochenta. Creo que no hay que buscar demasiado para encontrar la razón de esta preferencia: lo que uno ve en esos años a caballo entre la adolescencia y la juventud se graba en la memoria con especial intensidad. Así me sucedió en el caso de La mujer del teniente francés, película británica dirigida en 1981 por Karel Reisz y que adapta al cine la novela homónima de John Fowles. Guardo un recuerdo preciso de muchas de sus imágenes, especialmente del fragmento que aquí incluyo. En él, vemos cómo el protagonista masculino descubre en el muelle azotado por el oleaje a una desconocida que contempla el mar desde un lugar peligroso y se acerca a ella para pedirle que busque refugio. Él es un perfecto caballero victoriano; ella, una mujer repudiada por todos a causa de su escandalosa relación con un oficial francés. El intercambio de miradas entre ambos marca el inicio de una relación tan tempestuosa como esa naturaleza embravecida que los envuelve. Nunca Meryl Streep ha estado tan fascinante. Lo que el espectador lee en los ojos de Jeremy Irons es algo tan evidente pero tan difícil de expresar como el nacimiento de una pasión sin fisuras. Romanticismo del bueno, con mayúscula.


Sólo un maestro es capaz de transmutar uno de los grandes hitos de la crueldad humana en una historia tierna, profunda, divertida y llena de fe en el futuro. Estoy hablando, claro está, de Charles Chaplin y de esa maravilla realizada en 1940 que responde al título de El gran dictador. Todo el que la ha visto guarda en el recuerdo la escena en que, por una pirueta de la trama, un humilde y bondadoso barbero judío tiene que ocupar el puesto del fanático gobernante Hynkel y aprovecha para dirigir a la masa efervorizada un mensaje de exaltación de la fraternidad y de aliento para cambiar el mundo. Al final hay un momento portentoso, en el que las palabras del falso dictador se sobreponen a un primer plano de Paulette Godard, que encarna a Hannah, la amada del protagonista, mientras esta escucha el discurso por la radio. Leemos en su hermoso rostro primero el asombro y después la ilusión de la que, en medio de la mayor de las tribulaciones, entrevé la luz de la esperanza. Uno de esos emocionantes desenlaces de Chaplin, que tan difícil hacen afrontar con los ojos secos las luces que se encienden tras el letrero de The end.


En 1920, la escritora estadounidense Edith Wharton publicó La edad de la inocencia, radiografía de la alta sociedad neoyorkina de finales del XIX a través de la historia de amor imposible entre una mujer separada y un joven atrapado por un matrimonio ventajoso que no se decide a romper. Más de setenta años después, Martin Scorsese adapta al cine esta novela y crea una película de extraordinaria delicadeza y finura psicológica, con planos cuidados y preciosistas como los que componen la escena que traigo hoy a esta sección. Se trata de un encuentro entre los dos protagonistas, encarnados por Michelle Pfeiffer y Daniel Day-Lewis. El lugar donde se reúnen estos enamorados furtivos es el ámbito reducido, secreto y provisional de un coche de caballos que surca las calles nevadas; allí refugiados, pueden dar rienda suelta a la expresión de sus sentimientos en un breve paréntesis que los protege de la asfixiante red de convencionalismos del mundo exterior. Scorsese construye esta escena de amor, que es un prodigio de montaje, con una bellísima sucesión de primeros planos: las manos de los personajes, sus rostros, el coche que se recorta sobre la nieve. Vi esta película en su estreno y desde entonces no he podido olvidar ese guante que el protagonista masculino va desabotonando lentamente, con pasión infinita, para besar la mano de su amada.


La jovencísima directora iraní Hana Majmalbaf lanzó al mundo en 2007 un impactante alegato a favor de la cultura como forma de superación de la violencia bajo el singular título de Buda explotó por vergüenza. La película cuenta la historia de una niña afgana que quiere estudiar y que se enfrenta a los obstáculos que se lo impiden: la carencia de material, la incomprensión de los adultos, la distancia a la escuela más cercana. Los intérpretes son actores no profesionales, y entre ellos destaca la pequeña Nikbakht Noruz, que encarna con candor y naturalidad a la voluntariosa protagonista, y que posee uno de los rostros más frescos y encantadores que he visto jamás en la gran pantalla. Traigo aquí la estremecedora escena final. La protagonista, en su periplo en busca de un lugar donde acceder al estudio y el conocimiento, se ha topado con un grupo de niños que juegan a ser talibán. Estos proyectos de represores retienen y humillan a cuantos se cruzan en su camino; pertrechados con armas de juguete, quieren obligar a la protagonista a hacer un gesto de derrota. Un amiguito de la niña le lanza un terrible consejo: “¡Bazkay! ¡Muérete; si no, no serás libre!” El conmovedor primer plano de la protagonista con los bracitos alzados en señal de rendición es uno de los muchos que pueblan la película, en un intento de la directora de explorar los efectos de la guerra y la ignorancia en el inocente rostro infantil. La escena está llena de elementos simbólicos de gran impacto visual: los campesinos que trabajan con la cabeza tapada, la paja que cae sobre el cuaderno escolar abandonado, los bueyes que giran en torno a la protagonista trazando un círculo del que esta no puede salir, la sombra de la niña proyectada en el suelo, y finalmente la inclusión del plano real de la destrucción de los budas de Bāmiyān, encarnación del triunfo de la más absoluta barbarie.


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