DETALLES (I)

Es curioso comprobar que las exposiciones temporales sirven no solo para lo evidente, que es acercar al visitante obras de arte procedentes de lugares lejanos, con frecuencia totalmente fuera de su alcance. Ocurre que en dichas exposiciones se incluyen también cuadros o esculturas de los fondos del museo organizador. Más de una vez he oído quejas al respecto: «Pero si esto ya lo he visto…» «Si este cuadro está en…» Yo, si es que en alguna ocasión lo he hecho, no volveré a quejarme. Porque la experiencia me demuestra que cuando un cuadro sale a recibir a sus invitados venidos de lejanas tierras y, como buen anfitrión, abandona su emplazamiento habitual para mezclarse con ellos, ofrece una perspectiva distinta al que lo contempla, por más que este lo conozca sobradamente. Y es que muchas veces no vemos lo que estamos hartos de mirar.

A mí me ha ocurrido hace unos días con la exposición que hasta finales de septiembre reúne en el Museo del Prado obras realizadas por el pintor Murillo para su amigo y protector Justino de Neve. La muestra tiene un subtítulo precioso: El arte de la amistad. En ella se exponen diecisiete cuadros de procedencias diversas, algunas tan distantes como Houston o Budapest, bien realizados bajo el mecenazgo de Justino de Neve, que fue canónigo de la catedral de Sevilla, bien pertenecientes a su colección particular. A mí Murillo es un artista que me inspira especial aprecio porque es de los que me inculcó el gusto por la pintura cuando era muy niña, así que no desaprovecho ocasión de acercarme a él. Pero en esta ocasión no voy a hablar de ningún descubrimiento, porque el cuadro que me ha empujado a escribir estas líneas lleva más de un siglo colgado en una pared del Museo del Prado y se titula El sueño del patricio Juan.


Se trata de un lienzo de grandes dimensiones que fue concebido para su ubicación en la iglesia sevillana de Santa María la Grande. Toma como punto de partida la leyenda de la construcción de la basílica romana de Santa María la Mayor en el siglo IV: según ella, la Virgen se aparece a un patricio y a su esposa mientras duermen y les encomienda levantar una iglesia dedicada a ella en el punto en que les indique una milagrosa nevada. En un lienzo gemelo a este, se muestra a la pareja presentándose ante el papa Liberio, que ha sido informado ya de las intenciones divinas por un sueño semejante.

Como en todas las obras de gran tamaño, en El sueño del patricio Juan la mirada del espectador corre el riesgo de dispersarse. Parte de la culpa es del marco dorado que añadió una mano posterior, en el que, entre otros motivos decorativos, aparecen la planta y el alzado de la basílica romana. A mí el cuadro me ha gustado siempre –creo que no hay obra de su autor que no me agrade-, pero no había encontrado en él tanto motivo de satisfacción como ahora, después de acudir a esta exposición. Y es que resulta que, para realizar el cartel de la muestra, un ojo avispado decidió elegir un detalle de esta enorme pintura: el fragmento en el que Murillo representa a la dama romana con la apariencia de una joven sevillana de su tiempo, que acaba de interrumpir sus tareas cotidianas para dormir y que lo hace sentada sobre un cojín y con un perrillo a los pies. No cabe, en mi opinión, plasmación más encantadora de la placidez doméstica, ni cabe un reclamo más atractivo para una exposición. Nunca, al contemplar el cuadro en su conjunto, le había dedicado a esta figura la atención que se merece. ¿Otro detalle que este delicioso cartel nos regala? El pie del marido que asoma en primer término por la derecha, enfundado en una zapatilla de andar por casa. Esta dama de la antigüedad romana que duerme con sencillez de niña y este patricio en pantuflas son para mí un auténtico regalo. Maravillas de los pequeños detalles de las grandes obras.

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