LOS CUADROS DE JUNIO (2012)

Escoger un único cuadro del maestro de maestros, Tiziano Vellecio, es una tarea ardua para los que lo tenemos encumbrado en el paraíso de los pintores, pero puestos a elegir, me quedo con sus retratos. Como sucede siempre con los grandes artistas, la captación del carácter, el estatus y el momento anímico de un personaje da lugar a obras llenas de vida y de capacidad de sugerencia. Tiziano pinta El hombre del guante en un momento temprano de su larga carrera, en torno a 1520. Desconocemos la identidad del joven de aire soñador que le sirve de modelo. Mejor así: nada pone freno al vuelo de nuestra imaginación. La mirada perdida, la distinción de rostro y gesto, la escrupulosa austeridad de la vestimenta delatan a un espíritu delicado y con un punto de melancolía. Atención a los dos alardes técnicos del retrato: el impresionante estudio anatómico de la mano derecha y el realismo en la plasmación del guante que cubre la izquierda. No cabe mayor pericia, en un pintor que todavía no ha alcanzado la madurez. Tampoco cabe mayor refinamiento. Y es que no cabe duda: el que quiera conocer lo que es la elegancia, debe darse un paseo por los maestros del Renacimiento italiano.


Noctámbulos, artistas, gente del pueblo, prostitutas: son los protagonistas de la obra de Toulouse Lautrec, el pintor que nació predestinado a habitar salones nobles y se convirtió en cronista de la vida bohemia del París de finales del XIX. Con solo veintitrés años y una sabiduría impropia de su juventud, pinta La lavandera en 1884. Toda la pesadumbre de una dura rutina de trabajo se recoge en la curva de la espalda de la modelo, en la tensión acumulada en los nudillos que se agarran al borde de la mesa. Apenas adivinamos los rasgos del rostro, ocultos bajo el pelo cobrizo, única nota de color en un lienzo presidido por el blanco, por el negro, por los pardos. Como siempre en la obra de Toulouse, el cuadro destila una profunda tristeza. Cabría concebir alguna esperanza si consiguiéramos asomarnos a esa ventana por la que otea la protagonista en sus instantes de descanso, pero el pintor nos niega esa posibilidad: apenas atisbamos una esquina de los tejados, un fragmento de cielo. La mujer parece mirar hacia el futuro pero no sabemos lo que hay en él. El artista nos indica tal vez que no hay salida para la protagonista de su lienzo, condenada a permanecer en un presente sombrío, atada para siempre a su trabajo.


En 1841, el pintor escocés David Wilkie falleció en alta mar de regreso de un viaje por Oriente Medio, y su cuerpo encontró sepultura en las aguas de la bahía de Gibraltar. Su colega y competidor en lides artísticas, el pintor británico Joseph William Turner  (1775-1851), recrea ese episodio final en Paz. Entierro en el mar. Faltan todavía décadas para que los impresionistas deshagan en pinceladas de color las imágenes que captan sus retinas, pero ya Turner es capaz de crear emocionantes paisajes como este con una libertad que supone un increíble salto hacia adelante en la historia de la pintura. Aunque ignoremos la anécdota que da pie al cuadro, somos conscientes de estar contemplando una escena de singular trascendencia: ayudan a ello el juego de colores, la silueta negra del barco en medio de la claridad de la bahía, el humo que corta el lienzo en dos, la espectral iluminación de antorchas que saca de las sombras a los personajes que entregan el cadáver al mar. Enmarcada en esa luz dorada y sobrenatural, la escena del entierro es como un tesoro que atrae nuestra vista en medio de la grandiosa indeterminación del paisaje marino.


De la mano del pintor ruso Wassily Kandinski (1866-1944), la poderosa escena de lucha entre San Jorge y el dragón se convierte en una imagen directamente extraída de la imaginación de un niño. La princesa pasa a ser una vistosa matrioska, San Jorge lleva todos los colores de la paleta en su armadura y su escudo, y un dragón apacible asoma su hocico bondadoso por la boca de la gruta. Nos resulta imposible esperar violencia alguna de lo que sucederá a continuación: tal vez la lanza del guerrero yerre en su objetivo, tal vez el caballo se encabrite y haga comprender a su dueño, con solidaridad animal, que no hay nada que temer de la bestia atrincherada en la cueva. Y es que no hay sombra alguna que se cierna sobre este radiante universo. Transformando para la ocasión una conocida frase de Paul Auster, me atreveré a decir que cuando un artista es lo bastante afortunado para habitar un mundo de color, las penas de este mundo se desvanecen.

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