LECTURAS DE LA PASADA PRIMAVERA

La primavera está dando sus últimos latidos y yo ya le soy infiel y hablo de ella en pasado. Será porque hoy las primeras horas de la tarde tenían ya el aliento cálido y la luz cegadora del verano. Al salir a la calle he pensado: “Ya está aquí”, y me he dado cuenta de que había llegado el momento de hacer balance de los libros que me han acompañado esta primavera.

Caoba, de Boris Pilniak. Comienzo con ilusión y curiosidad este libro del cual oí hablar hace unos días en un programa de radio. Su autor apoyó con entusiasmo la revolución rusa pero luego dio testimonio de la deriva de sus dirigentes y de la pérdida de los ideales primitivos; fue juzgado y condenado a muerte en tiempos de Stalin. El volumen se abre con un relato de título sugerente, Un cuento sobre cómo se escriben los cuentos. Alarde formal, piruetas narrativas y juego de perspectivas. Nada que ver con el realismo socialista. A Stalin, sin duda, le habría desagradado.

Caoba refleja la Rusia de antes de la Revolución: santones, iluminados, mendigos, siervos, padres terribles que ejercen una autoridad férrea sobre esposa, hijos y criados. La dureza de la tierra y la brutalidad heredada de milenios atrás. Y también la Rusia de después de la Revolución: proliferación de funcionarios, compadreo, ineficacia, fábricas mal administradas y una masa trabajadora gris y sin expectativas. Todo envuelto en los restos del antiguo imperio, suntuosos y oscuros como la madera que da título a la novela. Definitivamente, Stalin debió de molestarse. El juicio rápido y el fusilamiento del novelista dan fe de ello.

La hija del sepulturero, de Joyce Carol Oates. La novela tiene un comienzo apasionante: una trabajadora sale de la fábrica y emprende el camino de vuelta a casa por una senda que bordea un canal. Al poco se da cuenta de que la va siguiendo un hombre al que no conoce. La mujer valora la situación: a la derecha, las aguas profundas y amenazadoras; a la izquierda, la vegetación; a su espalda, el desconocido que cada vez está más cerca. Solo queda una salida, correr hacia delante, sin mirar atrás, y el lector se ve arrastrado con la mujer que huye al interior de esta novela que es también como un camino encajonado del que no es posible salir, y que curiosamente conduce hacia el pasado, hacia la época en que la protagonista era la pequeña judía, hija del sepulturero.

Hay vidas en las que la infancia puede ser un infierno, una pesadilla de la que cuesta despertar. El escenario de ese mal sueño, en esta novela de Oates, es un cementerio con una casita de piedra. Los personajes, un padre y una madre destrozados por la guerra y la persecución y tres hijos que huirán del espanto, cada uno en una dirección distinta. El lector suspira, aliviado, pero solo en parte: sospecha que esa infancia atroz perseguirá a la protagonista allá donde vaya. El estilo de la escritora, demorado y obsesivo, avanza y retrocede en la trama, como las olas rompiendo y retirándose de una orilla de la que es imposible escapar.

Estoy en la recta final de esta terrible radiografía de la violencia doméstica. Los personajes huyen constantemente a bordo de coches y autobuses, por largas y desoladas carreteras norteamericanas, y se instalan en nuevas poblaciones que abandonan cuando el lector apenas ha tenido tiempo de aprender su nombre. Si en la parte anterior de la novela la trágica infancia de la protagonista parecía no ir a dejarla escapar, ahora se tiene la misma sensación con el hombre violento que ha marcado su juventud. La protagonista huye y huye sin mirar hacia atrás, y el lector con ella. Vuelvo a la imagen inicial de la historia: un camino estrecho entre la vegetación y un canal, un hombre desconocido pisándonos los talones y una única dirección por donde huir, hacia delante.

Termino esta singular novela en la que la autora consigue algo dificilísimo: llevar una y otra vez al lector por caminos que este no se espera. En la parte final, la protagonista, ya anciana, intercambia misivas con una prima desconocida a la que creía muerta en la infancia y a la que localiza por azar. Entresaco una frase bellísima de esta correspondencia. Recordando la época en que ambas eran niñas y reflexionando sobre el paso del tiempo, la protagonista escribe: “¡Es tan extraño que ya tengamos más de sesenta años, Freyda! Las muñecas de nuestra infancia no han envejecido un solo día”. Concisa y estremecedora, como siempre, Joyce Carol Oates.

Hay momentos en que se tiene la necesidad imperiosa de unas vacaciones. En todos los sentidos. Y ya se sabe lo relajantes que nos resultan los crímenes a algunos lectores. Cuatro historias breves protagonizadas por los inimitables investigadores de la Guardia Civil Bevilacqua y Chamorro, reunidas por su autor bajo el sentencioso título de Nadie vale más que otro. Me dispongo a relajar mi cerebro, realmente agotado tras este trimestre larguísimo. Qué haríamos algunos si no existiera la novela negra, me pregunto una vez más.


Hay veces en que las circunstancias crean extraños compañeros de viaje. “Estómago de Hierro” es un viejo inspector de policía bregado en mil batallas que, a pesar de haber sido trasladado, regresa una y otra vez a resolver asuntos a su antiguo barrio. Rosita es una muchacha sin familia que ayuda a la manutención del orfanato haciendo trabajos domésticos por las casas del vecindario. Hace dos años, Rosita tuvo un mal encuentro con un vagabundo en un descampado; ahora, el inspector debe llevarla al depósito a identificar el cadáver de su agresor. Pero Rosita tiene mucho, mucho trabajo. A Estómago de Hierro le toca esperarla, irla acompañando de casa en casa, de patio en patio, en su variopinta ronda por el barrio de Guinardó.

Llevaba tiempo queriendo leerla, pero no es fácil de encontrar. Al final, una mano amiga me ha conseguido un ejemplar publicado por la Editorial Sudamericana en 1969 y que, a juzgar por la fecha impresa en su ficha de devolución, lleva más de una década durmiendo en los intrincados fondos de una biblioteca universitaria. Ya era hora de que alguien acudiera a darle vida. Copio el inicio de la novela: “Soy vieja, revieja. Tengo sesenta y ocho años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya, me están matando día a día. Ahora mismo me arrancan los escalones de mármol, la gloria de los escalones de mármol, pulidos, que antes, al darles encima el sol a través de los cristales de la claraboya, se iluminaban como una boca joven que sonríe”. Quien nos habla, por supuesto, es la casa.

Esta novela de Manuel Mujica Láinez habla de una mansión habitada en la máxima expresión de la palabra. La habitan varias generaciones de una familia cuyo apellido ignoramos, pero no así sus secretos, vergüenzas y pequeñas y grandes infamias. La habitan también dos fantasmas, uno de un personaje cuya muerte presenciamos y otro mucho más antiguo, de identidad desconocida para el lector y para la misma casa, que tantos conocimientos ocultos posee. Y la habitan, sobre todo, las mil criaturas inmóviles que decoran la mansión: los medallones de la fachada, las esfinges del balcón, las esculturas del piso alto, los personajes del tapiz francés del hall y, sobre todo, los de la magnífica pintura que adorna el techo del comedor. Todos viven, dialogan, espían y comentan los sucesos, se asombran, se irritan, se horrorizan y quieren prevenir a los mortales de los peligros que les acechan. Pero la comunicación es imposible. Bajo ese mundo inmóvil late una vida intensísima que los humanos, preocupados con sus amores, sus envidias y sus ruinas económicas y morales, no son capaces de percibir. Ese abigarrado conjunto de seres que espían y sienten la vida de los mortales está descrito con una increíble riqueza visual; el autor opera simultáneamente como artesano de las letras y de las formas y colores. No sé si es posible apreciar en su justa medida a Mujica Láinez sin amar la pintura. Y para los que la amamos, el placer es altísimo. Este escritor que mima las palabras parece tener una paleta en la punta de los dedos.
 
No todas las casas tienen fantasmas, del mismo modo que no todos los objetos tienen la capacidad de evocar en nosotros sentimientos y recuerdos. Mujica Láinez lo explica muy bien: “¿Será que solo en determinadas casas hay espectros familiares, como –y eso los antiguos lo sabían muy bien- solo hay náyades en ciertos arroyos y fuentes, como solo tienen alma ciertos objetos, como solo ciertos hombres, ciertos poetas si no estoy equivocada, son capaces de acercarse fugitivamente a estos secretos y de descubrirlos?” Yo añadiría algo más: no todos los libros tienen atmósfera propia. Este la tiene a espuertas. Desde hace días me paseo feliz por los corredores de esta mansión argentina, subo y bajo por sus bellas escaleras, me comunico con sus habitantes de piedra, tela y color. Soy una habitante más de la casa, desde que leí las primeras líneas de la novela.

Juegos florales, de Sergio Pitol. Es la primera obra de este autor mexicano que cae en mis manos. En la cubierta de la edición de Anagrama, encuentro lo siguiente: “…ha desarrollado en el último cuarto de siglo una obra literaria poco emparentada con lo que actualmente se escribe en lengua castellana”. Inquietante afirmación. Me pregunto: ¿poco emparentada con todo, absolutamente todo, lo que se escribe? Cuando menos, me siento intrigada. Comienzo la lectura con el ánimo del explorador que se adentra en un terreno desconocido. Seguiré informando.

Acercarse a esta novela de Pitol es como entrar en una conversación empezada hace rato y cuyos participantes siguen charlando, ajenos a nuestra presencia, sin darnos pista alguna ni volverse a mirarnos siquiera. ¿Quién es esa misteriosa Billie Upward a la que se menciona ya en el primer párrafo? ¿Por qué se encuentran en Roma esos animosos jóvenes hispanos que trabajan en una editorial? ¿Cuál de ellos es el protagonista, ese conciso “él” al que el autor se refiere sin dar más datos? ¿Cuál es el trágico y definitivo acontecimiento ocurrido en los juegos florales que dan título a la novela? A medida que el lector va avanzando en la trama y colocando las piezas de este gran rompecabezas, descubre que se encuentra ante un juego de cajas que se abren y contienen historias. Nunca se relatan los hechos mientras suceden, sino cuando alguien los recuerda, o los sueña, o los escribe. El protagonista escribe la historia de un hombre que escribe. Los personajes maduros cuentan las anécdotas que vivieron los personajes jóvenes en Roma, veinte años antes. El protagonista sueña y recuerda su infancia y recuerda lo que soñaba de niño. Las cajas se van abriendo y el lector entra en ellas y descubre en su interior otras cajas que se abren y le muestran otras cajas a su vez. El camino de regreso es sinuoso y se bifurca; el lector se encuentra perdido en el interior de una novela de la que teme no poder salir.

Tras el clásico arranque con el descubrimiento de un cadáver, esta novela de Donna Leon comienza con una escena conmovedora: un padre debe reconocer el cuerpo de su hijo, que aparentemente se ha suicidado en la academia militar en la que estudiaba. No hay aquí esa trivialización de la muerte que tan a menudo encontramos en la novela negra (y que tanto nos alivia a los que sentimos especial temor por ese tema); la situación resulta tan dolorosa que uno desea apartar la vista, igual que le sucede al siempre humano y entrañable comisario Brunetti. Leemos la escena a toda prisa, damos la vuelta a la última página del capítulo y suspiramos, aliviados. Comienza la investigación. Todo el mundo miente u oculta algo, en esa academia. El lector lo tiene claro desde las primeras líneas.

Nocturna, lúgubre ya desde la sonoridad de su contundente título, Beltenebros abre ante nosotros un mundo de pesadilla en el que se ingresa de la mano de un misterioso narrador que nos hace caminar por terrenos inseguros, entre personajes cuyas intenciones ignoramos y sobre un suelo que amenaza con abrirse en cualquier momento bajo nuestros pies. Como en los sueños producidos por la fiebre, nunca estamos muy seguros de dónde nos encontramos, los pasillos que antes conducían en una dirección poco después nos llevan en la contraria, subimos y bajamos escaleras que desembocan donde menos lo esperamos. Estoy ya en la segunda mitad de la novela, y no ha habido ni un rayo de luz en esta perpetua noche azotada por la nieve y por los recuerdos obsesivos del protagonista. Él mismo define a la perfección el extrañamiento de ese mundo por el que deambula: “Ahora los rostros y los lugares se modificaban cada minuto en mi imaginación como arrastrados por el agua, y mi memoria era a veces un trémulo sistema de espejos comunicantes”.

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