LO QUE HACEMOS CON LOS LIBROS

Hace unos días, una lectora asidua de este blog dejó un comentario en el que contaba la anécdota de un anciano maravilloso enamorado de los libros que sufría una rabieta cuando unos jovencitos imprudentes –a los que presupongo sus nietos- le ordenaban el despacho y cometían la osadía de no dejar los libros en el sitio exacto que él les había destinado. Prometí entonces una entrada sobre las pequeñas manías y hábitos que tenemos los que disfrutamos con la lectura y amamos los libros, y desde entonces le había dado algunas vueltas al tema, que me divierte porque me trae recuerdos de mucha gente a la que aprecio. Pero ayer por la tarde sucedió algo que me ha impulsado a sentarme a escribir sin más dilación.

Durante la reunión mensual de nuestro club de lectores, hubo un momento en que olvidamos por completo la novela que estábamos comentando para prestar atención a un detalle curioso. Ocurrió cuando una de las componentes veteranas del club confesó que ella distingue muy bien los libros que le pertenecen por las marcas que deja en el lomo a base de abrirlos mucho mientras los lee, a diferencia de otra persona cercana a ella que los tiene impolutos porque apenas los abre lo justo para poder ver su contenido. Empezamos entonces todos a poner en común nuestras costumbres: algunos, como yo, se horrorizaban ante la posibilidad de forzar lo que nos parece el ángulo respetuoso para que el pobre volumen no se sienta maltratado; otros defendían la comodidad en la lectura e incluso hacían una demostración práctica abriendo hasta casi volver del revés el libro que tenían entre las manos, que no era otro que El callejón de los milagros de Naguib Mahfuz (afortunadamente, con una encuadernación muy resistente). Los más escrupulosos poníamos un gesto de espanto, como si nos doliera físicamente la demostración; los más desenvueltos la secundaban o la imitaban incluso. Durante aquel pequeño alboroto en que todos hablábamos a la vez, la persona sentada a mi izquierda –otra de las veteranas del club- se inclinó hacia mí y me dijo: “Hay qué ver, lo que da de sí este simple detalle”. Yo me limité a asentir con la cabeza, meditando sobre la casualidad de que en pocos días volviera a salir el tema de los pequeños hábitos referentes a los libros. Estaba claro: esta era una entrada que tenía que escribir. Aquí la tenéis, por tanto. Su título completo podría ser “Lo que hacemos con los libros y lo que eso denota de la personalidad de cada cual”. Pero mejor dejémoslo en “Lo que hacemos con los libros”, para abreviar.

Tengo un amigo que es experto en perder libros en lugares públicos. Seamos justos: es experto en perder objetos en general, pero a mí la pérdida de un libro me llega al alma especialmente. Este amigo en cuestión parece haberse especializado en medios de transporte: ha dejado olvidados unos cuantos libros, propios y ajenos, en trenes y autobuses. Comenta, con mucho humor, que debe de haber alguien que va detrás de él a todas partes y que está haciendo su agosto a costa de sus despistes. Al menos, ese hipotético perseguidor se estará haciendo una cultura, si es que ha llegado a leerse todos sus libros perdidos.

Hay personas –otra lectora asidua de este blog- que pierden libros no por despiste, sino a fuerza de generosidad. Los prestan y no se preocupan demasiado por recuperarlos; piensan que la lectura hay que compartirla y que no está mal que queden huecos en la estantería que rellenar con futuras adquisiciones. Hay gente, en cambio, que los atesora; algunos, curiosamente, por puro despiste también: todos tenemos uno de esos amigos al que prestarle un libro viene a ser como regalárselo porque no se acordará de devolverlo jamás. Confieso que yo lo he hecho –que recuerde- un par de veces: tengo en mis estanterías un Siddharta de Herman Hesse y un Palacio de la luna de Paul Auster que, simplemente, me olvidé de devolver. Volviendo a los que guardan libros como si fueran tesoros, conocí hace poco a una persona con una historia peculiar. Resulta que es una compradora de libros compulsiva, y cuando las circunstancias de la vida la obligaron a instalarse en una casa sin demasiado espacio, tuvo que acudir al alquiler de un guardamuebles para colocar en él las cajas y cajas llenas de volúmenes que forman su biblioteca. Le pregunté cuánto pagaba al mes por dicho alquiler y cuando me dijo la cifra me quedé asombrada. Sus libros son un tesoro para ella, evidentemente.

Hay lectores cuidadosísimos: una amiga mía, apenas le has prestado un libro ya lo está forrando con papel para preservar la cubierta. Cuando te lo devuelve, el libro está tan impoluto que, de no ser por sus comentarios, uno diría que no lo ha abierto siquiera. Los hay ordenados y trabajadores, que subrayan y señalan y escriben sus observaciones a lápiz en los márgenes. Algunos, sobre todo los pertenecientes a las generaciones más jóvenes, los llenan de pequeños adhesivos de colores que asoman por el canto como banderas, señalando pasajes de interés. Me encanta cuando alguno de estos lectores estudiosos viene a la biblioteca del instituto a devolver el ejemplar que se ha llevado en préstamo y, apurado, empieza a despegar a toda prisa esos coloridos señaladores, ante la hilaridad de sus compañeros.

Y hablando de modos de señalar: conozco a más de un adolescente –y no tan adolescente- que marca la página en la que interrumpió la lectura introduciendo cualquier objeto que encuentra a mano, sin importar el grosor. A los que se atreven a doblar la esquina de las hojas, prefiero ni mencionarlos. Hay quien se fabrica los propios marcapáginas con esmero, hay quien los colecciona, los compra en viajes y exposiciones, los regala. Hay quien introduce entre las páginas billetes de tren o de avión, una carta o un recorte de periódico que cuando salen de su encierro en una relectura posterior causan asombro por lo remoto de su fecha. Y luego están los inevitables pétalos de rosa que, lo confieso, poblaron mis novelas y libros de poemas en mi primera juventud. Basta abrir los ejemplares de Bécquer o de Madame Bovary que compré en aquellos años para encontrárselos: ajados, descoloridos, encantadoramente melancólicos.

La identificación de los libros es otro asunto de interés. Hay lectores que personalizan sus libros con su firma y la fecha de adquisición, o añaden el nombre de la persona que se los regaló. Los hay que se empeñan en dedicarlos o que se los dediquen; los hay que huimos de las dedicatorias como del diablo. Los hay que tienen –que tenemos- un ex libris. Y qué me decís de los hábitos de lectura. Los hay que llevan el libro a todas partes, en el bolso, bajo el brazo, junto al pecho, como si no se pudieran separar de él. Conocí muchos lectores así en mi época universitaria: sin duda, los había que se sabían irresistibles, deambulando por los pasillos con la mirada perdida y un volumen de un poeta maldito bajo el brazo. Luego están los que no pueden interrumpir su lectura. Ni para viajar de pie en el metro, ni para cambiar de habitación, ni para comer. Ay, esos rastros de nocilla en mis libros de infancia. Los hay que leen sentados, los hay que se tumban, los hay que se apoyan en un atril. ¿Se os ocurren muchas actividades humanas que den lugar a tantas variantes?

Dejo para el final el tema de la colocación, que enlaza con la anécdota del anciano escrupuloso que dio origen a todo este despliegue. Decidme: ¿cómo colocáis vuestros libros? ¿Están todos en posición vertical? ¿Sois de los que disponen alguno especialmente vistoso en la parte frontal de la estantería, para lucir su portada? ¿Ponéis aparte los que están esperando a ser leídos? ¿Los ordenáis por géneros, por orden alfabético, por tamaño, por colores? Siempre me ha gustado ver quién está al lado de quién en una estantería: uno puede imaginarse las voces de los autores, dialogando de libro a libro. Y permitidme un pequeño rasgo de vanidad, para terminar. Una persona muy cercana a mí, que tiene todos mis libros y que ordena su biblioteca con pulcritud pero con un criterio que se me escapa, me dijo hace poco, señalándome mis propias obras: “Mira, te tengo al lado de Carmen Martín Gaite”. Ni que decir tiene que me hizo sonreír. Me pareció una estupenda compañera para conversar, francamente.

Comentarios

  1. Yo soy de las que prefiere leer con cuidado, sin abrir demasiado el libro. Me parezco más a la lectora que abre lo justo para atisbar lo que hay dentro, como asomándome a un espacio privado de forma furtiva, sin dejar rastro de mi paso. Y reconozco que a veces he tenido la tentación de forrar algún libro, pero no he sucumbido a ella. Pero hay otra cosa en que me ha hecho pensar la lectura de esta entrada. Quién nos presentó, literariamente hablando, a determinados escritores. "Conocí" a Carmen Martín Gaite gracias a mi amiga Marta, lectora incansable. Recuerdo imborrable es su casa alquilada en el pueblo, repleta de estanterías donde colocaba sus libros. Y su mesa, siempre con dos o tres ejemplares señalados con marcapáginas. En el verano del 96 me regaló Lo raro es vivir. Fue maravilloso romper con la pesadilla de unas oposiciones en Madrid con las andanzas de Águeda. Cuando la "oí" decir a su novio, a lo largo de una conversación telefónica, "me pongo Dostoievski", comprendí que con esa novela me había librado definitivamente de la tensión y agobios de los exámenes. Después leí Nubosidad variable y siempre que veía la foto de la autora pensaba: qué suerte sería poder charlar un rato con ella. Así que aprovecha Beatriz, ambas vais a estar encantadas. Loli

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  2. Tengo que reconocer que al final sucumbí a la tentación. Una sospecha insistente me ha hecho levantarme de mi cálido refugio en el sofá y mis peores pronósticos se han cumplido: Los cazadores de mamuts, de Jean M. Auel ¡está forrado!. A juzgar por mis recuerdos de esa época creo que la que quería forrarme era yo, y no en sentido pecuniario, sino autoprotector. Y por estas cosas de la psicología forré el libro. Todo lo que me aporta este blog, Beatriz, nunca lo sabrás del todo. Loli

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  3. Nunca forro los libros que voy a leer por gusto, para distinguirlos de aquellos otros destinados al estudio o a realizar algún tipo de trabajo. Es muy propio de mí, ese intento de clarificar las cosas y ordenar el mundo. Así, todos los libros de texto que conservo -y los de Literatura y Arte los conservo todos- están perfectamente protegidos con su plástico transparente, igual que los múltiples manuales de idiomas que he manejado a lo largo de mi vida, en esa constante lucha que me traigo con la lengua de Shakespeare. Los otros libros, los que leo en mis ratos libres o robándole el tiempo a ocupaciones que a ojos de muchos serían más importantes, están casi todos sin forrar. Digo "casi" porque hay alguna excepción: paseo la vista por mis estanterías y descubro el brillo delator de los lomos de "El Aleph" de Borges y de los tres volúmenes de "Los gozos y las sombras" de Torrente Ballester. Hubo que forrarlos, hace ya bastantes años, para evitar su desmoronamiento. Eran demasiadas lecturas y relecturas para una simple cubierta de cartón.

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  4. Este año he forrado más que nunca en mi vida. En el cole tienen una colección infantil que, de pasar por tantísimas manitas, estaba ya en muy malas condiciones. La maestra pidió a los niños que, de forma voluntaria, cada vez que se llevasen un libro a casa, intentasen forrarlo. Así que muchas tardes hemos limpiado con un algodón húmedo la cubierta de cada librito que llegaba; a veces también había que reparar un poco antes de forrar. Es una tarea que he hecho con mucho gusto, pensando en que muchos más niños puedan disfrutar esos cuentecitos. Y creo que como muy bien dices, esa parte material de los libros es muy importante para inculcar el amor a la lectura. Cuidarlos, abrirlos, colocarlos, olerlos. Pero los libros de lectura, esos sí que, igual que tú, prefiero no forrarlos, salvo excepciones ya confesadas. Me encanta ver su portada, sus colores, su textura; sin plásticos ni papeles. Que no parezcan como bien dices un libro de texto. Pero reparar libros de mi infancia al borde del desastre siempre me encantó. A veces con aguja e hilo en mano y a conciencia.
    Aquí tengo Brooklyn Follies. Me encanta disfrutar unas horas del libro cerrado, de su portada, que es preciosa y sugerente. Como un regalo por abrir, que tiene dentro montones de promesas y posibilidades. Esta noche por fín lo descubriré.

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  5. Recuerdo con especial cariño aquella época de mi vida en que forrar un libro con plástico transparente me parecía una empresa complicadísima. Siempre había un adulto que me echaba una mano, y ahí tenía esa maravillosa sesión que era un preludio del curso que empezaba: los libros de texto extendidos sobre la mesa, las manos expertas recortando y pegando, yo siguiendo con atención las maniobras y el olor de los libros nuevos inundándolo todo. Me parecía que un mundo entero se escondía en sus páginas por estrenar, que aquella era la señal de salida de una carrera apasionante llena de sorpresas, de vivencias, de sobresaltos.

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  6. A veces me ocurre que pienso en algo y por todas partes surgen evidencias de ese objeto, o hecho, o circunstancia. Dándole vueltas a los piratas este fin de semana, algo tenía que pasar. Me puse a ordenar un pequeño buzón de madera, donde voy dejando "tesoros" (entradas de museos, cine, teatros, postales...), y así apareció ante mí la entrada a la cueva de Dragut, con el grabado de la imagen del pirata, que se conserva en el Museo Marítimo de Londres.
    Y de una cosa a la otra, porque ¿qué hice con ella?. Pues guardarla en el libro infantil Princesas olvidadas o desconocidas, para que esté bien contento, aunque no se lo merezca el muy bribón.
    Y es que me encanta guardar este tipo de cosas en los libros y así cuando releo me reencuentro con sorpresas y recuerdos por partida doble.
    En el Diario de Ana Frank voy guardando artículos de periódico en que se habla de ella. El último trata de la lucha por salvar el castaño del Patio de Atrás. Todo un símbolo que se salvó gracias al empeño de mucha gente, porque el Ayuntamiento entendía que estaban dañadas sus raíces y suponía un peligro. Afortunadamente, no.

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  7. Son "Aquellas pequeñas cosas", como dice Serrat, que están siempre al acecho en un cajón, en un papel o entre las páginas de un libro, y que a los espíritus melancólicos como yo nos llenan de tristeza. En concreto, yo me tengo prohibidas las fotografías. Los momentos irrecuperables, las personas que ya no están, los jóvenes que ya no somos; su visión me resulta demasiado dolorosa. Llega un momento en la vida en que hay que mirar solo el presente, porque todo lo demás da un poco de vértigo.

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