LOS OJOS, LAS MANOS, LA PALABRA

Hace años, vi una singular película titulada Los amantes del Pont Neuf. Contaba la historia de dos marginados, dos indigentes que vivían su amor en las calles de París: él era un vagabundo profesional, ella una pintora enferma de los ojos, probablemente de buena familia. La vi en su estreno a comienzos de los noventa y no la he revisado desde entonces. Aun así, hay una escena que recuerdo con singular viveza: la pintora, a la que interpreta Juliette Binoche, está perdiendo la vista y desea por encima de todas las cosas volver a ver su cuadro favorito. Un amigo, vigilante del Museo del Louvre, la cuela en las instalaciones después del cierre. Allí, subida a horcajadas sobre los hombros de su benefactor, a la luz de una vela, la muchacha casi ciega acerca sus ojos enfermos a escasos centímetros de la obra de arte que más ama, un autorretrato de Rembrandt, y consigue distinguirla por última vez.

Ya me he referido antes en este blog a pintores que perdieron su mejor arma, la vista. El viernes pasado conseguí por fin asistir a la exposición del Museo del Prado Pasión por Renoir y me sumergí en el universo vital y colorido de un artista que perdió el uso de la otra herramienta de un pintor: las manos.

Cuando era niña, tenía muy claras mis preferencias: mi libro favorito, mi cuadro favorito, mi canción. Era una forma, supongo, de intentar ordenar el mundo. El pintor que más me gustaba era Murillo, pero mi cuadro favorito fue durante mucho tiempo uno que representaba a una jovencita rubia y otra morena mirando atentas una partitura junto a un piano. Lo firmaba un francés jovial y luminoso que fue además el padre de un cineasta que heredó de él su amor por la vida. Ese francés jovial vivió hasta una edad avanzada y firmó seis mil obras, pero las tres últimas décadas de su existencia convivió con una terrible dolencia reumática que le confinó a una silla de ruedas y le hizo perder el uso de las manos. Aun así, siguió pintando, atándose los pinceles entre los rígidos dedos y haciéndose construir ingeniosos artilugios como un caballete en el que el lienzo se enrollaba como en un telar. Y lo más extraordinario: los cuadros de esta etapa final son una explosión de color y desprenden una contagiosa alegría de vivir. El pintor murió muy cerca de los ochenta, dicen que después de pedir un lápiz para continuar un dibujo que nunca concluyó.

Y qué puede perder un escritor, me pregunto. Los ojos, las manos, no son determinantes en su caso. Inevitable pensar en Borges, concibiendo sus universos inimitables desde detrás de la barrera de sus ojos ciegos. Para que su tarea se vuelva imposible, el escritor tiene que perder las ideas, los recuerdos, las palabras. Es lo que le ocurrió a la autora irlandesa Iris Murdoch, creadora, entre otras muchas, de la impresionante novela La campana, y que tras una larga carrera comenzó a notar que las palabras se le escapaban, que las ideas que antes conseguía formular con acierto y precisión huían ahora de ella como hilos de humo imposibles de atrapar. En un comienzo achacó esa incapacidad al clásico “bloqueo del escritor” y pensó que se trataba de un problema transitorio. El tiempo le demostró que estaba equivocada cuando empezaron a manifestársele los síntomas de la enfermedad de Alzheimer. Su marido, el también escritor y profesor de Literatura John Bayley, la cuidó hasta sus últimos momentos.

La escritora británica A. S. Byatt, admiradora de Iris Murdoch, refleja esta triste etapa de la vida de su maestra en un cuento hermosísimo titulado La cinta rosa. En él, el lector acompaña al marido en el desolador papel de testigo de la vida de una mujer que ha perdido las palabras, los recuerdos, la personalidad, que se ha vaciado hasta convertirse en una cáscara, en un fantasma. La cinta rosa es la quinta historia que compone uno de los más impresionantes conjuntos de relatos que he leído jamás: El libro negro de los cuentos. Cuando lo descubrí en un estante de una biblioteca pública, únicamente sabía que el título y la imagen del cuervo negro surcando el cielo que aparecía en la portada me atraían como un imán. Ese encuentro casual trajo a mi vida una de las lecturas que no olvidaré nunca. Al menos, mientras las palabras y los recuerdos no me abandonen.

Comentarios

  1. Voy a buscar "La cinta rosa" inmediatamente. ¿Sabes a qué le tengo miedo? A quedarme sin voz. Seguro que sabes por qué. Cuántos detalles aportas, que disfrute leer lo que escribes. Lola

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  2. El año pasado leí "Martes con mi viejo profesor". Fue inevitable recordar al maestro más querido de mi infancia. Con su voz abría horizontes y borraba miedos. Hace poco me encontré con él en una cafetería. Vivimos relativamente cerca y nos vemos de vez en cuando. Pero esa tarde fue especial. Tuve ante mí de nuevo a quien tanto me dió en su día y para siempre, porque creyó en mí cuando yo no creía. Me contó sus proyectos. Comprobé que su ilusión sigue intanta, como hace treinta años. En un momento de nuestra conversación sacó una pluma de su americana y me la enseñó. Me contó que era la pluma que le regalé como despedida, y que la llevaba siempre. No me costaría mucho, poquitos ahorros tendría yo por aquel entonces en mi hucha. Me sorprendió que estaba como nueva. Nos despedimos llorando sin poderlo remediar, mientras mi hija, ajena a todo, se terminaba su cola cao.

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  3. Yo también tengo una profesora a la que recuerdo con especial gratitud. Me dio clase en los tres cursos de BUP y me enseñó casi todo lo que sé de Literatura. Ella me dio armas y estrategias para enfrentarme a un texto y comprenderlo; lo que vino después, en cinco cursos de carrera, fue solo añadir erudición. La diferencia con tu historia, Loli, es que yo no llegué a hacerle saber lo mucho que le debía. Yo era entonces una adolescente muy tímida, incapaz de semejante acercamiento. He intentado localizar a esta profesora al cabo de los años y me ha sido imposible. Me duele pensar que no fui capaz de hacerle llegar mi agradecimiento; prefiero pensar que ella, con su gran sabiduría, lo sospechaba.

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